Esteban Ierardo. 15 de agosto
de 2020
Las estrellas y los cohetes
siempre fascinan. Las distancias espaciales agrandan la mente. Tal vez por eso,
uno de los rasgos principales de la literatura de Ray Bradbury (1920-2012), de
cuyo nacimiento se cumplen cien años la semana próxima, es la mirada crítica
sobre nuestro mundo a través de su duplicación en Marte. En la vastedad del
espacio, Bradbury encontró angustia y soledad, pero también se zambulló en la
inmensidad cósmica y en el planeta rojo para elaborar "cuentos con
propósitos morales".
Siempre se lo encasilla en la
ciencia ficción, pero su universo imaginativo no se ancla en la especulación
científica futurista. Desde sus colaboraciones en la revista pulp Planet
Stories, descolló sobre todo en la literatura fantástica. Solo concedió que su novela
Fahrenheit 451, de 1953, podría ser incluida en un imaginario de science
fiction. La fuerza de sus historias, con intenciones moralizantes y mediadas
por lo fantástico y poético, ponen en evidencia los peligros del exceso
tecnológico, la deshumanización, el belicismo, el hombre amenazado en su
libertad, la repetición de una mentalidad regresiva y alienada, el deterioro de
la imaginación en la cultura de la mecanización y el racionalismo no
autocrítico.
Crónicas marcianas (1950), la
primera perla de su estrategia narrativa, rebosa ya escepticismo respecto al
camino tecnocientífico que, en su devenir sin límites, socava civilizaciones y
personas. Se trata de un libro arquetípico en el que la visión crítica, a
horcajadas de la imaginación, embiste contra el racismo y el extermino de
ecosistemas y pueblos nativos. Borges tradujo y prologó la primera edición de
Minotauro, en la que se pregunta: "¿Qué ha hecho este hombre de Illinois,
me pregunto al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la
conquista de otro planeta me pueblen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden
tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?".
Bradbury no conoció la
educación formal. Fue un autodidacta. Su escuela fueron las lecturas en una
biblioteca pública, mientras vendía diarios en la calle. En su creación
literaria cultivó distintos géneros, además de lo fantástico, desde prosas
policiales hasta las de tenor realista y costumbrista. También trabajó como
guionista en numerosas películas y series de televisión. Escribió además poemas
y ensayos. Y tuvo sus experiencias teatrales en Los Ángeles y Nueva York.
Leviathan 99, a pesar de su condición de ópera, fue escrita como obra de
teatro. En 1969 presentó en el Royce Hall de la Universidad de California de
Los Ángeles su cantata Christus Apollo, con texto leído por Charlton Heston y
música de Jerry Goldsmith para orquesta, coro y soprano; y escribió Madrigales
para la era espacial (1972) con música del argentino Lalo Schifrin.
En Zen en el arte de escribir,
Bradbury observa que escribir es ser libre de las exigencias del mercado o de
los "círculos de vanguardia". El escritor debe buscar una
"alimentación deliberada" que es la lectura, tanto de la "alta
cultura" como de la "cultura de masas" con sus cómics. La
alimentación creativa en Bradbury comienza en 1932, a sus doce años. Entonces
lo asombra el mundo futurista y espacial de Buck Rogers, la novelística de
Edgar Rice Burroughs, el programa radial nocturno El mago Chandu o el personaje
de feria el Señor Eléctrico.
Nacido el 22 de agosto de 1920
en Waukegan, Illinois, Bradbury recordaba sus días infantiles como un
"pasado sensorial" en el que todo lo que sentía como niño "de
alguna manera era verdad". Los relatos bradburianos impresionan por su
fluida narrativa "cinematográfica". De hecho, se autopercibía como
"hijo del cine", y no dudaba en afirmar que sus cuentos eran guiones
porque "cada párrafo es una toma". Fue guionista de Moby Dick, la
versión fílmica de John Huston de la célebre novela de Herman Melville, en
1956. Y escribió el guión cinematográfico de su novela La feria de las
tinieblas (1962).
Además de las mencionadas
Crónicas marcianas (que acaban de ser reeditadas en la colección Esenciales del
sello Minotauro), entre sus grandes libros de cuentos también están Las doradas
manzanas del sol (1953), El país de octubre (1955), Remedio para melancólicos
(1955). Y, sobre todo, El hombre ilustrado (1951). Aquí se encuentran algunos
de sus relatos modélicos, entramados a través de la historia de un hombre
solitario que vaga con el cuerpo cubierto de tatuajes-ventanas que se abren a
una red de historias paralelas.
En "La pradera" unos
niños juegan en el Cuarto de la Vida Feliz, una habitación que permite el
traslado virtual a otros escenarios geográficos o históricos. Los niños se
obsesionan con este juego de simulacros. Por eso su padre, George, decide el
cierre definitivo del cuarto en la casa máquina, para que sus hijos no enajenen
su libertad en dosis excesivas de tecnodependencia. "Nos hemos pasado los
días contemplando el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico", dice
George. Pero los niños se resisten a perder su mágico juguete. Prefieren
recibir golosinas virtuales antes que hacer las cosas por sí mismos. Abrumados,
George y su esposa reclaman la ayuda de un psiquiatra, que aconseja el cierre
de la sala virtual. Pero antes, en una imaginaria selva africana dentro del
Cuarto de la Vida Feliz, los padres serán víctimas de la inesperada venganza de
unos hijos desairados.
"La pradera" es un
relato de anticipación. Antes de la aparición de Internet y lo virtual, ese
cuarto de juegos sugiere el peligro del reemplazo del mundo real por la
simulación del espacio tridimensional.
Falso orgullo
En "Lluvias
continuas" unos astronautas quedan atrapados en un planeta Venus sumido en
un aguacero continuo. En el simbolismo arcaico el agua es fuente de la vida,
pero también es la inundación y lo que disuelve las formas. Este último rasgo prevalece
en el relato, de modo que el agua es lo que socava y erosiona al humano, antes
orgulloso y seguro de sí. "Unos pocos días bajo esta lluvia y uno ya no
tiene ni cara, ni piernas ni manos", dice el narrador.
"Los desterrados" es
emblemático de la literatura de Bradbury como defensa de los poderes de la
imaginación. En el relato, una ley prohibió las obras de la imaginación libre
hace casi un siglo. Los ejemplares de poderosas obras de ficción, desde Poe y
Bierce hasta Stoker, Irvin, Blackwood, Lovecraft o Huxley fueron encerrados en
los museos. Esos autores desterrados sobreviven a orillas de un mar seco en
Marte. Unos astronautas de la Tierra llegan al Planeta Rojo con la misión de
destruirlos. Son la marea invasora de la cultura de la ciencia y el progreso,
de aquellos que "no quieren dejar nada sin clasificar"; de los que
"carecen de la imaginación", "esos jóvenes del cohete, tan
limpios, con sus escobas antisépticas y sus cascos como peceras"; los
"sacerdotes de un nuevo culto", que ansían edificar, aun en la
solitaria sequedad marciana, otra catedral de religión científica con sus
dogmas de verificaciones empíricas, sus ritos matemáticos y sus ceremonias
tecnológicas. El líder de la resistencia es Poe, que, a pesar de sus esfuerzos,
"parecía el demonio de una oscura causa perdida, un general derrotado en
una desastrosa invasión".
La intuición artística, libre
del límite lógico, es parte de lo siniestro para la civilización
unilateralmente racional. Por eso los invasores queman los ejemplares
remanentes de las obras de los desterrados, de aquellos que ven más allá de las
atalayas científicas. La libertad de la imaginación, entonces, arde en un fuego
destructor. Recurso que Bradbury imaginó también en "Usher II", de
Crónicas marcianas, donde la otredad maldita representada por una réplica de la
Casa Usher de Poe en Marte es destruida por una gran hoguera. "Nada de
libros, nada de casas, nada que pueda sugerir de alguna manera fantasmas,
vampiros, hadas y otras criaturas de la imaginación", dispone la ley.
También en Fahrenheit 451 (su gran novela, junto a El vino del estío, de 1957),
la cultura escrita del pasado lleva a los hombres a pensar por sí mismos, y eso
amenaza a una sociedad del control total, por lo que los libros son devorados
por las llamas de especiales escuadrones de bomberos.
En "La mezcladora de
cemento", Ettil Vrye asume que debe ser parte de la invasión del planeta
Marte a la Tierra. Sabe que los terrestres han imaginado muchas invasiones
marcianas. Todas fracasan. Ettil cree que la literatura prefigura la realidad,
por lo que el nuevo intento de conquista debe de estar destinado también al
fracaso. Cuando llega a la Tierra no lo esperan cañones, fuegos de metralla o
misiles. Porque los terrestres reciben a los invasores con aplausos, hurras y
fanfarrias. Ettil comprende: "hemos sido arrojados en esta civilización
como un puñado de semillas, en una mezcladora de cemento. Ninguno de nosotros
podrá sobrevivir. Nos matarán a todos, pero no con balas, sino con un amable
apretón de manos. Nos destruirán a todos, pero no con cohetes, sino con un automóvil...".
Realismo político
Casi una meditación de
realismo político: la mejor forma de dominar no es por la amenaza y la muerte,
sino por un exceso de aparente cordialidad. La sociología de la manipulación
que abriga el relato bradburiano se asemeja al Discurso de la servidumbre
voluntaria de Étienne de La Boétie, un ensayo del pensador francés del siglo
XVII que observa que la esclavitud es voluntaria. Nadie es dominado si
previamente no lo consiente. Así, Ettil termina por entender que "la guerra
es mala, pero la paz puede ser algo horrible".
En "Globos de
fuego", también en El hombre ilustrado, Bradbury traslada a un escenario
marciano la voluntad evangelizadora para reintroducir, como siempre, su
indirecto aguijón crítico por la mediación de lo fantástico. Tal vez los
nativos del Planeta Rojo aún viven en el pecado original, ignorantes de Dios.
Es preciso entonces ayudarlos a ver la verdad. Para cumplir su misión, unos
misioneros construyen una iglesia, con un órgano. El padre Pelgrine toca el
instrumento. El ansiado encuentro se produce. Pero no es lo esperado: los
marcianos que acuden al llamado de la música aclaran que han encontrado una vía
de liberación y flotan como globos luminosos: "Tomamos esta forma de luz y
fuego azul y comenzamos a vivir, para siempre en el viento, el cielo y las
colinas, ya nunca orgullosos ni arrogantes, ni ricos ni pobres, ni apasionados ni
fríos".
Los viejos marcianos son ahora
inmortales, viven libres del pecado, emancipados de las pasiones violentas.
Cada uno de ellos "es un templo en sí mismo". El Padre Pelgrine
comprende: "No podemos levantar una iglesia para vosotros. ¡Sois la belleza
misma!". Los globos de fuego marcianos enseñan una verdad más amplia: el
camino a lo divino está en los muchos mundos, en la Tierra, en Marte, en todas
partes. Y el cuerpo es también lo que puede ser transformado: de la pesadez
orgánica hacia cuerpos-luz, una forma de espiritualización de la materia.
Pero el cuerpo puede ser
también el de un androide, que refleja un camino de la inteligencia artificial
no solo como red de algoritmos eficaces sino como una maquinaria para emular, e
incluso superar, lo mejor del sapiens: la empatía, la comprensión, la
sensibilidad. Así es en el "Canto del cuerpo eléctrico", de Fantasmas
de lo nuevo (1969), en el que una abuela, en realidad un humanoide eléctrico,
actúa como fuente de enseñanzas de la familia; es una colmena de abejas-pensamientos
que poetizan el mundo. Una abuela con un cuerpo eléctrico (una expresión que
procede de "Yo canto al cuerpo eléctrico" de Walt Whitman), es la
máquina espiritualizada que transmite a sus nietos una visión más alta de la
existencia.
Los opuestos, conciliados
Y el deseo de superación de
los conflictos y de la reintegración flota también como libre modelo utópico en
la hermosa narración "La dorada cometa, el plateado viento", de Las
doradas manzanas del sol. Dos ciudades se refugian tras murallas. Una ciudad
tiene la forma de un cerdo, la otra de una naranja. El mandarín de la
ciudad-naranja asegura que el cerdo devorará la naranja. Entonces ordena
reconstruir sus murallas con la forma de un garrote para golpear al cerdo. La
ciudad-cerdo replica rediseñando sus muros con las llamas de una hoguera para
quemar el palo agresor. Pero el conflicto impide el tiempo pleno del amor, de
la pesca, la caza, la devoción familiar o la veneración de los antepasados.
Al final, los mandarines de
las dos ciudades comprenden. La sabiduría es la unidad; la ignorancia, el
enfrentamiento continuo. Así, las murallas de una ciudad adquieren la forma de
una cometa dorada; las de la otra, la agilidad del viento. Las ciudades antes
empeñadas en destruirse ahora serán La Ciudad del Viento plateado y La Ciudad
de la Cometa Dorada. "La cometa quebrará la uniformidad de la existencia
del viento y le dará sentido. Uno no es nada sin el otro. Juntos, todo es
cooperación y una larga y prolongada vida".
La épica también brilla en la
literatura de Bradbury. En "El tambor de Shiloh", de Las maquinarias
de la alegría (1964), es inminente una batalla. Pronto, la guerra se encargará
de robar miles de vidas. Los cañones vomitarán furia y enojo. Las plantas y los
pájaros también serán víctimas de la violencia. Joby, un niño, espera junto a
su tambor. Algo podría hacerle intuir que lo mejor sería evitar el riesgo, no
participar en la tempestad de balas que se avecinan. Pero el general de su
ejército lo visita, le dice que él dará las órdenes pero que Joby y su tambor
marcarán el paso, por lo que debe saber que si golpea lentamente su instrumento
"el corazón golpearía lentamente en los hombres". Solo el vigor de su
tambor podría vestir con "una armadura de acero a todos los hombres".
En el relato "En una
estación de buen tiempo", de Remedio para melancólicos, George Smith
admira a Picasso. Encuentra al genio español en una playa. Con un humilde
palito de helado, el artista dibuja sobre la arena un jeroglífico de imágenes
de docenas de sátiros, toros, unicornios, ninfas. El artista se va y Smith
recorre, una y otra vez, "el friso de arena", hasta que la marea sube
y disuelve los dibujos en la playa, que solo sobrevivirán en su memoria.
Y como Smith, Bradbury hace de
su escritura un acto de memoria: del humanismo y la poesía, de la imaginación y
las doradas manzanas del sol. Y de la grandeza del espacio. Pero no el espacio
como mera escenografía galáctica o marciana, sino como, primero, metaforización
del espacio del conflicto en la Tierra, de la amenaza del exceso de técnica y
racionalidad, de la alienación y la mutilación. Aquello que impide que la mente
se expanda en el otro espacio, más allá de Marte y hacia lo nuevo y distinto,
en el que los cohetes de Bradbury viajan dejando detrás su estela de fuego.