A contramano de sus colegas, el astrofísico Avi Loeb asegura que en el sistema solar hay evidencia cercana de otras inteligencias
27 de febrero de 2021. Martín
De Ambrosio. PARA LA NACION
Pocas veces un científico
instalado –cómodamente, podría decirse- en el corazón del sistema científico
internacional acusa a casi todo el resto de sus colegas de ser timoratos,
acomodaticios y más buscadores de fama que de verdades de la naturaleza. Pero
Avi Loeb lo hizo. ¿La razón? Loeb está convencido de que pasó por el sistema
solar un vestigio de vida inteligente y para el resto de sus colegas fue apenas
un cometa, aunque de forma y trayectoria singulares. Como se suele decir, “es
más complejo”, a punto tal de que Loeb acaba de publicar un libro
(Extraterrestre. La humanidad ante el primer signo de vida inteligente más allá
de la Tierra; editado en español por Planeta) donde se toma unas doscientas
cincuenta páginas para argumentar su postura, ofender a quienes no se habían
ofendido aún y, de paso, contar algo de su historia familiar en una pequeña
comunidad agrícola de Israel (pero no para llenar páginas, sino como parte de
una parábola con la que busca defender sus ideas).
Loeb, nacido en 1962, es un
catedrático de astrofísica de la Universidad Harvard y miembro del Consejo
asesor del presidente de los Estados Unidos que tenía una vida relativamente
oscura, lejos del mundanal ruido de los medios de comunicación y las grandes
audiencias hasta que un cometa se cruzó en su camino. O vaya a saber qué. Hacia
septiembre de 2017 los telescopios detectaron el paso por el sistema solar de
un objeto –de un diámetro de unos 400 metros- con una trayectoria singular, que
era en cierta forma (este “en cierta forma” es clave en la historia) atraído
por la gravedad del sol, pero no tanto como otros objetos del estilo. Enseguida
se pusieron de acuerdo los expertos en que se trataba de material interestelar,
es decir, que no era una roca perdida de las tantas que hay entre los planetas
Marte y Júpiter. Venía de otro lado. Fue bautizado con una palabra hawaiana,
que significa “explorador”: oumuamua. Hubo algunas dudas y se intentaron
hipótesis de qué sería hasta que la idea de Loeb llegó a la primera plana de
los diarios: era un objeto creado por una civilización inteligente, quizá podía
ser un objeto propulsado por la energía del sol, o hasta una boya colocada para
señalar dónde está precisamente el sistema solar. El astrónomo de Harvard lo
plantea como hipótesis, pero la defiende como si estuviera convencido. Y cuando
le dicen que, en fin, hacen falta más datos, que las afirmaciones
extraordinarias (“existe otra inteligencia en el universo”) requieren pruebas
extraordinarias, y otros clásicos argumentos que forman parte del equipaje del
escéptico se exaspera. Así, se peleó con el célebre escritor e historiador de
la ciencia Michael Shermer, por ejemplo, quien defiende esta postura de falta
de datos suficientes como para hacer semejante afirmación. “Es que la mera
posibilidad puede tener enormes implicancias para la humanidad; si voy a la
cocina y veo una hormiga se puede conjeturar que no es única y que hay un
hormiguero donde está lleno de ellas”, le dijo, un poco casi a los gritos (el
diálogo duró casi dos horas y es imperdible; se ve en skeptic.com) y le sumó
las seis características de Oumuamua que no se podrían explicar de otro modo;
insistió en que el ser humano debe abrirse a la hipótesis de que no es la única
criatura inteligente en el universo: “Hay que estar preparado para buscar lo
extraordinario y financiarlo”, le remató a un Shermer que cabeceaba
negativamente (al final terminaron amigos: en definitiva, aunque enciende
pasiones, la discusión es casi por una nota al pie dentro de un paradigma
racionalista).
Loeb mantiene variantes de su
discurso en todos los foros que puede. “¿Qué quieren que les lleve, un
extraterrestre que les estreche las manos?”, se quejó en una conferencia de
prensa organizada por Planeta para medios latinoamericanos (se busca repetir en
nuestro idioma el éxito que tuvo el libro en los Estados Unidos y el Reino
Unido, donde consiguió lugares en los rankings de bestsellers de los
principales diarios). “Muchos científicos están en la zona de confort, lugar
donde no estaba gente como Galileo, como Einstein, como Copérnico. Equivocarse
es una posibilidad, un riesgo que es obligatorio correr”, mencionó Loeb (quien
tiene varias colaboraciones con el cosmólogo argentino Matías Zaldarriaga,
profesor en Princeton). “Hay que poner la piel en el juego; no hacerlo es
insano para la ciencia”, agregó. A Loeb los científicos le resultan
conservadores que no toman los riesgos suficientes; en eso, cree son peores que
los inversores, que siempre en su cartera se guardan un espacio para lo que
puede generar alto rendimiento. “Cómo puede ser que no se tomen riesgos en la
academia, tan preocupados como están por su propia imagen. Algo se perdió en el
camino desde que eran chicos interesados por su alrededor. Su rindieron ante el
ego, antes las palabras, el reconocimientos y los me gusta de Twitter. Como
diría un entrenador de basquetbol, deben mirar a la pelota, no a las tribunas.
Hay que ignorar a las redes sociales, donde yo no tengo ninguna huella”, se
despachó.
El hecho de no conseguir
consenso para sus ideas no arredró a Loeb y continuó al contraataque. ¿Así que
me dicen que es muy especulativa mi idea?, pudo haberse preguntado, ¿y qué me
dicen de otras ideas que reciben prensa, prestigio y dinero y son todavía más
alocadas y carentes de datos y hasta de la mera opción de ser falsadas? En ese
sentido sumó, sólo en el ámbito de la física y la cosmología, a las teorías de
las supersimetrías, las dimensiones espaciales extra, las teorías de cuerdas y
los multiversos (universos múltiples): para él son artificios matemáticos de
meros calculistas. “Se fomenta explícita e implícitamente el conservadurismo
científico, lo que me deprime y preocupa considerando la cantidad de anomalías
que aún esconde el universo”, escribió.
Claro: el hecho de que los
científicos, algunos de ellos, se dejen describir por esta retahíla no
significa que en efecto oumuamua sea extraterrestre. En el fondo, la discusión
es a la vez filosófica y bien material y de juego de poderes. En el último
punto, en lo referido al destino de los fondos de investigación para
inteligencias extraterrestres, que para Loeb es escaso. En el primero, la
certeza de que la astrofísica es una de las ciencias fundamentales porque por
un lado puede responder incógnitas primigenias, como el sentido del universo,
nuestro lugar en el cosmos, y por otro puede servir para entenderlo y
eventualmente llevar la especie humana o la vida terrestre más allá de su
(aparente) planeta de origen.
Oumuamua es suficientemente
extraño, admite César Bertucci, investigador principal del Conicet en el
Instituto de Astronomía y Física del Espacio (IAFE). “Es como que se va
combando, sin un eje de simetría convencional, es decir que no pasa por la
dimensión más larga. Va como a los tumbos. Y es llamativo que a medida que se
acerca al sol no produce una liberación de gases como lo haría cualquier objeto
de tipo asteroide o cometa. No hay sublimación de hielos (el paso de sólido a
gaseosa, sin pasar por fase líquida), o de cualquier otro sólido por acción de
la radiación solar. Se están viendo la composición de la estructura. Son cosas
que lo hacen bastante atípico”, dijo a LA NACION. Sin embargo, Bertucci, un
experto en plasma e interacción entre cometas y viento solar, aunque cree
“honesto” buscar todas las opciones de explicación a una observación y está
bien pensar fuera de la caja, “el mero hecho de mencionar la posibilidad de que
sea producto de una civilización no le otorga ese carácter de inmediato, es una
de las tantas posibilidades. El resto entra en el campo de la creencia. Está
bien ser abierto con la evidencia, pero hay que considerar los distintos
escenarios con un cierto orden de prioridades, hay gran variedad de
escenarios”.
Como sea, Loeb arrojó la
piedra, se llevó la atención ante la pregunta básica de si estamos solos o no
en el universo y si hay alguna chance de que efectivamente existan contactos
por más que las distancias siderales sean literalmente siderales (con la
estrella más cercana a unos cuatro años luz, una distancia que con las
tecnologías actuales llevaría miles de años recorrer). Si logra que haya más
ojos puestos en la búsqueda de inteligencias actuales o pasadas, sentirá que
cumplió su misión de hacer mirar a los obtusos. Como Galileo.
Martín De Ambrosio