martes, 29 de septiembre de 2020

LAS DOS ÚNICAS DESTREZAS QUE NECESITARÁS PARA EL RESTO DE TU VIDA, SEGÚN YUVAL NOAH HARARI

El historiador y filósofo autor de “Sapiens: De animales a dioses” advirtió que la revolución tecnológica no será un evento sino una serie constante, y dos habilidades principales marcarán la diferencia entre sobrevivir y sucumbir a las perturbaciones sucesivas en el trabajo, las relaciones y la política.

27 de Septiembre de 2020

“La gente imagina la revolución de la inteligencia artificial y la automatización como un evento único, pero vamos a enfrentar una cadena de revoluciones”, advirtió Yuval Noah Harari La revolución tecnológica es el tema indiscutible del siglo XXI: aun en un mundo polarizado como el contemporáneo, al menos sobre eso existe un acuerdo. Sin embargo, y paradójicamente, es quizá el tema que peor se comprende, observó Yuval Noah Harari.

Tanto para los optimistas como para los pesimistas la revolución tecnológica parecería ser un acontecimiento que ponga al mundo de cabeza, tan concreto como la Revolución Francesa. Hasta podría tener una fecha. “Pero ese escenario es altamente improbable”, objetó el historiador y filósofo israelí. "La revolución de la inteligencia artificial y la automatización no será un evento único sino una cadena de revoluciones cada vez mayores. Así que la verdadera gran pregunta —argumentó— es psicológica: como seres humanos, ¿tenemos la estabilidad mental y la inteligencia emocional para reinventarnos repetidamente?”

 Yuval Noah Harari planteó cinco cuestiones centrales del futuro inmediato en diálogo con Tom Bilyeu para Impact Theory.

Si se piensa en la rigurosa educación formal del siglo XX, con sus distintos niveles académicos de gran costo y exigencia, estas dos destrezas, que ni siquiera se enseñan, parecen poca cosa. Sin embargo, insistió Harari, en diálogo con Tom Bilyeu, marcarán la diferencia entre los que se adaptan y los que sucumben al escenario de variabilidad constante que presenta el siglo XXI.

Tanto para los que juegan en el equipo de Los Supersónicos —quienes siempre soñaron con un porvenir radiante de máquinas— como para los que advirtieron sobre un destino más similar a 1984 y otras distopías futuristas, la fantasía de la Gran Revolución presenta una crisis, un período de reajuste y una nueva armonía. “Todos los conductores de camiones, los taxistas, los médicos, lo que sea, se quedan sin trabajo en 2025”, puso como ejemplo Harari; pasamos unos años difíciles, hasta que nos acostumbramos y finalmente llegamos a un mundo feliz de inteligencia artificial, con un nuevo equilibrio”.

 Final. Dichoso o amargo, pero final.

Difícilmente suceda de ese modo, argumentó el autor de Sapiens: De animales a dioses, Homo Deus: Breve historia del mañana y 21 lecciones para el siglo XXI, tres volúmenes sobre la evolución de la humanidad “que se leen como una trilogía”, elogió Bilyeu, orador motivacional y cofundador y CEO de Impact Theory University. Porque “no estamos siquiera cerca del potencial máximo de la inteligencia artificial”.

“La velocidad a la que se desarrolla sólo se va a acelerar, probablemente. Así que lo que realmente vamos a enfrentar es una sucesión de revoluciones en el mercado laboral, en las relaciones, en la política y en otros ámbitos de la vida”. Una serie: “Tendremos una gran perturbación en 2025, sí. Y tendremos una mayor en 2035, y tendremos una aun mayor en 2045. Y así”.

Harari —uno de los pensadores más originales, a la vez que accesibles, del presente: sus libros superaron los 27,5 millones de ejemplares en 60 idiomas— cree que los individuos y los gobiernos ignoran cuestiones cruciales como esta y ha asumido como su misión “traer más claridad a la conversación pública sobre lo que sucede en el mundo”, explicó a Bilyeu para un episodio de Impact Theory que ya vieron 1,5 millones de personas.

“Creo que demasiado de nuestra conversación pública se aboca a los temas equivocados o es en extremo confusa y opaca", siguió. "Nos inunda una cantidad enorme de información y no sabemos cómo entenderla. Para mí es importante orientar la atención de la gente hacia las preguntas principales. Trato de brindar algunas respuestas, también, pero no me importa mucho si no concuerdan conmigo en lo que respecta a las soluciones. Lo que importa es que estemos de acuerdo en las preguntas”.

 El historiador y filósofo israelí tiene la singularidad de ser uno de los pensadores más originales y respetados del presente y a la vez uno de los más accesibles y populares

Entre ellas se destacan las macrohistóricas, porque este profesor de la Universidad de Jerusalén es, por su formación original, un historiador: la relación que hay entre el desarrollo de la humanidad y la biología del hombre; la diferencia entre el Homo sapiens y otros animales; el vínculo entre la tecnología, la cultura y la naturaleza; la deriva de la historia y la realización del individuo; los desafíos de la sociedad contemporánea, sobre todo la guerra nuclear, el cambio climático y las perturbaciones sociales que causan los saltos tecnológicos.

 En esta conversación de 40 minutos destacó cinco asuntos que son, en su opinión, las claves del porvenir inmediato de la humanidad.

1) Nadie sabe cómo será el trabajo en 2040

Cuando Bilyeu le preguntó por el futuro del mercado laboral en esas circunstancias, Harari ironizó que, si alguien se las da de gurú y asegura que será de tal manera y hay que prepararse haciendo determinada cosa, conviene aplicar un poco de sano escepticismo. “Lo primero que tenemos que comprender es que nadie sabe realmente cómo va a ser el mercado laboral en 2040”, dijo.

“Tú eras un conductor de camiones y ya no eres necesario —siguió—, pero se creó una nueva demanda de instructores de yoga”. Y así el camionero de 40 años se reinventa, aplica los saberes que le puedan servir de su experiencia antigua y adquiere nuevos conocimientos. “Es muy difícil, pero de algún modo lo logras”, agregó. “Entonces, 10 años más tarde, ya no hacen falta instructores de yoga”.

En efecto, en la “cadena de revoluciones cada vez mayores” que se avecinan, es muy difícil no pensar que surgirá una aplicación perfecta, conectada al cuerpo mediante sensores biométricos, que controlan la actividad completa del organismo en la secuencia de poses de una práctica de yoga. “Ningún instructor humano de yoga puede competir con eso. Te quedas sin trabajo”, imaginó el escenario más probable.

“Te tienes que reinventar otra vez, como diseñador de juegos virtuales. Y de algún modo lo logras. Pero 10 años más tarde… también esto se ha automatizado. Te tienes que volver a reinventar".

2) La casa de bloques de piedra vs. la carpa

Bilyeu quiso saber, dado que es imposible estimar qué demandará el mercado de trabajo en apenas 20 años, qué puede hacer una persona para prepararse. Pero Harari reorientó su inquietud: ya no existe, como a comienzos del siglo XX, una opción segura de profesión. Se sabrá sobre la marcha, aventuró; mientras tanto, la mejor inversión no es en —por ejemplo— una carrera determinada sino “en inteligencia emocional y en equilibrio mental, y en esta clase de habilidades sobre cómo continuar cambiando, como seguir aprendiendo".

“No estamos siquiera cerca del potencial máximo de la inteligencia artificial”, dijo Harari. “Lo que realmente vamos a enfrentar es una sucesión de revoluciones en el mercado laboral, en las relaciones, en la política” (Nicolás Stulberg)

¿Y eso cómo se adquiere? En principio, no se estudia: “No tenemos una universidad de flexibilidad mental”. Son herramientas para cultivar curse uno derecho o ballet: “Hay que tener presente que mucho de lo que hoy aprendemos podría dejar de ser relevante en 20 o 30 años así que, sea lo que sea aquello que uno haga, también tendría que invertir en el desarrollo de la inteligencia emocional, el equilibrio mental y la capacidad de mantenerse cambiando y aprendiendo y reinventándose a lo largo de la vida”.

Ofreció una imagen como comparación: “Si en el pasado la educación se parecía a construir una casa de materiales sólidos, como la piedra, y con cimientos profundos, ahora se parece más a construir una carpa que se pueda doblar y llevar a otro lugar con rapidez y sencillez”.

3) El ser humano ya es un sistema hackeable

Harari destacó que otra gran consecuencia de la aceleración tecnológica es que el ser humano se ha convertido en “un animal hackeable”. Es algo que ningún sistema totalitario del siglo XX logró: “Aun si el KGB o la Gestapo te seguían 24 horas por día, escuchando cada conversación que tenías, observando a cada persona con la que te encontrabas, no tenían el conocimiento biológico suficiente para comprender qué sucedía dentro de ti. Y por cierto no tenían el poder de computación necesario para entender siquiera los datos que sí lograban obtener”.

Hoy, en cambio, existe la tecnología que permite descifrar a los humanos como sistema, “saber qué pensamos para anticipar nuestras elecciones, para manipular nuestro deseos humanos de maneras que nunca antes fueron posibles”, sintetizó.

¿Qué hace falta para hackear a un ser humano? Solamente dos cosas, aunque son dos cosas complejas: “Un montón de datos, en particular datos biométricos, no solo sobre dónde vamos y qué compramos, sino qué sucede dentro de nuestros cuerpos y dentro de nuestras mentes, y mucho poder de computación para comprender todos esos datos”, enumeró.

“Esto nunca antes fue posible en la historia”, subrayó. Pero aquello que el KGB o la Gestapo no lograron, que fue entender de verdad a una persona, al punto de predecir sus elecciones y manipular sus deseos, hoy es posible. “Lo que el KGB no pudo hacer, hoy las corporaciones y los gobiernos comienzan a poder hacerlo”, argumentó.

“Lo primero que tenemos que comprender es que nadie sabe realmente cómo va a ser el mercado laboral en 2040”, dijo Harari, por lo cual la flexibilidad es una característica clave a cultivar

“Esto se debe a la fusión entre la revolución en biotecnología (por la que cada vez somos mejores a la hora de entender lo que sucede dentro de nosotros, en el cuerpo y en el cerebro) y la revolución simultánea en tecnología informática (que nos da el poder de computación necesario). Cuando sumamos las dos cosas, logramos la capacidad de crear algoritmos que me entienden mejor de lo que yo me comprendo a mí mismo. Estos algoritmos no sólo pueden predecir mis elecciones: también pueden manipular mis deseos y, básicamente, venderme cualquier cosa, ya sea un producto o un político".

4) Conócete a ti mismo (porque el algoritmo ya te conoce bien)

A diferencia de la mente humana, que “es una máquina que produce relatos constantemente” —y sobre todo un relato muy importante, que es la identidad—, la tecnología recoge datos del sistema humano. Eso hace que, más temprano que tarde, los algoritmos puedan conocer a una persona mucho más de lo que ella se conoce a sí misma, algo que tampoco había sucedido nunca antes en la historia, subrayó.

“El yo es un relato, no es algo real”, resumió. “Si tomamos el perfil que la gente crea sobre sí misma en Facebook o Instagram, debería ser obvio: no refleja su existencia real. Por ejemplo, el porcentaje de tiempo que uno aparece sonriendo en la cuenta de Instagram es mucho mayor al porcentaje de tiempo que uno sonríe en la vida real”.

En esa forma de “tercerización del cerebro”, como describió a la mejora en la capacidad de construir relatos que ofrecen las plataformas sociales, se produce una separación significativa: allí donde los algoritmos sólo ven datos, el ser humano “tiende a cometer un error fundamental”, calificó, que es pensar que él realmente es ese relato que ha construido.

Aquello que el KGB o la Gestapo no lograron, que es hackear a una persona, hoy es posible. “Hoy las corporaciones y los Gobiernos comienzan a poder hacerlo”, argumentó Harari

“Una de las cosas más importantes de mi vida, y creo que más importantes de mi carrera científica, fue comprender de lo poco que sé sobre mí mismo”, puso como ejemplo. “Yo tenía 21 años cuando finalmente comprendí que era gay, y cuando lo pienso me resulta completamente asombroso, porque tendría que haber sido algo obvio a los 16 años, los 15 años, y un algoritmo lo habría advertido rápidamente”. Y hoy se podría crear un algoritmo como ese, que —por ejemplo— siga el movimiento ocular cuando una persona ve a otras, y sistematice dónde va su mirada, en quién se concentra. “Debería ser muy sencillo. Un algoritmo así podría haber dicho, cuando yo tenía 15 años, que yo era gay”, agregó.

Las implicaciones de eso son extraordinarias. Y no son solamente positivas, ni remotamente de dirección única. “Realmente depende de dónde vive uno y qué se hace con esa información. En algunos países, uno puede meterse en problemas con la policía y con el Gobierno”, señaló por caso. Y en otros, quizá una persona no sabe que es gay pero las corporaciones sí, “y lo quieren entender porque necesitan saber qué clase de publicidades mostrarle”.

Ante esos costados negativos, ante las consecuencias múltiples de la pérdida de privacidad —y hasta de intimidad de pensamientos y emociones de profundidad extrema—, ¿por qué querría la gente continuar con este progreso tecnológico?

5) Nuevos enemigos: la salud y la privacidad

La respuesta es simple, arrojó Harari como un golpe de realidad: “Porque tiene un lado bueno, mejorar el cuidado de la salud”. Que es lo más parecido que puede haber a la inmortalidad: comprar años de vida y de calidad de vida.

"Hoy es posible crear algoritmos que me entienden mejor de lo que yo me comprendo a mí mismo", alertó Harari. "Pueden predecir mis elecciones y manipular mis deseos" (Nicolás Stulberg)

“Es tremendamente tentador —desarrolló— porque la tecnología nos puede brindar el mejor cuidado de la salud de la historia, algo que va realmente mucho más allá de cualquier cosa que hayamos visto hasta ahora. Esto puede significar que quizá en 30 años la persona más pobre del planeta puede obtener mejor atención médica en su teléfono celular que la persona más rica de hoy obtiene en los mejores hospitales y con los mejores médicos”.

Dio el ejemplo de la detección temprana del cáncer.

“El proceso usual sucede por medio de la mente, no se lo pueda tercerizar. En la mayoría de los casos hay un momento crucial, cuando uno siente que algo en su cuerpo está mal, y va a un médico y a otro, y hace un estudio y otro hasta que finalmente se descubre que tiene cáncer. Como se basa en nuestros propios sentimientos —en este caso, de dolor— con mucha frecuencia cuando comenzamos a percibirlo es tarde, el cáncer se ha expandido. Y acaso no es demasiado tarde, pero tratarlo va a ser costoso y doloroso y complejo”.

¿Qué pasaría si se pudiera tercerizar esa percepción, emplear un algoritmo que controle la salud mediante sensores biométricos? “Podría descubrir este cáncer cuando es apenas un puñado de células que comienzan a dividirse y proliferar”, postuló Harari. “Y es mucho más fácil, y barato e indoloro, ocuparse en esa instancia que de dos años más tarde, cuando ya es un gran problema. Creo que todo el mundo aceptaría esto”.

Y en eso, cree, radica la gran tentación, aunque tenga un reverso oscuro. “Una de las grandes batallas del siglo XXI se va a librar entre la privacidad y la salud”, aseguró. “Y creo que la salud va a ganar. La mayoría de la gente va a estar dispuesta a renunciar a una importante cantidad de privacidad a cambio de un mejor cuidado de la salud”.

Y allí, arriesgó, es donde el sapiens vuelve a intervenir con las herramientas de la historia, que lo distinguen: “Necesitamos tratar de disfrutar de ambas cosas, de crear un sistema que nos dé gran cuidado de la salud pero sin poner en peligro nuestra privacidad”. Y Harari concluye, como es característico de su pensamiento, con un interrogante: “Que podamos, o no, lograr ese equilibrio, es una pregunta política enorme”.

sábado, 5 de septiembre de 2020

EFECTO PANDEMIA. LAS GRANDES TECNOLÓGICAS, DUEÑAS DEL MUNDO

Ariel Torres. 5 de septiembre de 2020

Imagine que le dan esta tarea: debe escribir la lista del supermercado. Para eso, le dan solo una hoja de papel y un lápiz negro bien afilado. No parece difícil. Excepto porque lo dejan en un desierto. En minutos descubrirá que la misión es imposible. No se puede escribir apoyando la hoja sobre la arena. Cuando trata de hacerlo sobre su propia mano o sobre la pierna, el lápiz perfora el papel. Entonces le ofrecen una pequeña ayuda: una tabla de madera. De pronto, lo impracticable se vuelve sencillo y termina la lista enseguida. Este es el clásico ejemplo que se da en las clases de química para explicar el papel que juegan los catalizadores en las reacciones químicas.

"Durante veinte años la tan mentada transformación digital anduvo a pedal, como en cámara lenta. Ahora, por un virus, se logró en dos meses", me decía estos días el ejecutivo de una compañía tecnológica, para quien todas estas novedades que suenan a ciencia ficción -no ir casi nunca la oficina, la nube, las reuniones virtuales- son algo cotidiano desde hace mucho tiempo.

La lucha desigual entre los medios de prensa y las plataformas               

Pues bien, la pandemia fue el catalizador de la transformación digital. Solo que un puñado de jugadores ya estaban ahí, en un futuro que la mayoría de las compañías prefería desde hacía décadas ignorar o patear para adelante. Una anécdota echará luz acerca de la feroz brecha que existía entre uno y otro grupo de organizaciones.

En 1988, entrevisté a un investigador argentino del Laboratorio Almadén de IBM, en las oficinas que la multinacional tiene en Buenos Aires. Su trabajo en ese momento era sobre computación paralela, algo que hoy disfrutamos hasta en nuestros smartphones. Pero hay un detalle más impactante: ese ingeniero ya tenía notebook, conexión inalámbrica a la red de la compañía y correo electrónico. Internet había nacido solo cinco años antes y faltaban todavía siete para que llegara a los usuarios particulares en la Argentina. Mientras este investigador me mostraba cómo trabajaba de forma remota en su laboratorio de California, el mundo afuera de esas oficinas no estaba ni enterado de la tormenta que se avecinaba.

Pero cuando esa tormenta llegó, la mayoría de las organizaciones prefirió ignorarla. Sin embargo, esta es solo una cara de la brecha. Para muchas compañías, especialmente en un país como la Argentina, donde "productividad" es mala palabra y la presión tributaria ahoga a todos, pero especialmente a las pequeñas y medianas, invertir en la transformación digital no era una opción. Había otras urgencias.

Los supermercados son un ejemplo. Antes de la pandemia, la inmensa mayoría de sus clientes hacía compras presenciales, no por internet. Cuando el número de compras online, en mayo, ya había crecido un 300%, según la Cámara Argentina de Comercio Electrónico, sus sistemas colapsaron. Es difícil atribuir la situación -que con el paso de los meses fue mejorando, aunque está muy lejos de ser la ideal- solo a la falta de previsión. En un país donde es demasiado riesgoso invertir y donde las reglas de juego cambian constantemente, los supermercados apostaron a sus locales, no al comercio electrónico. Del mismo modo, mientras las salas de reuniones de muchas compañías de toda talla quedaban vacías, Zoom, uno de los ganadores de la pandemia, pasó de 10 millones a 300 millones de usuarios. Pero hay un detalle estremecedor: Zoom era bien conocido en el ambiente corporativo de las tecnológicas desde hacía rato. Esta herramienta, pensada específicamente para reuniones virtuales (https://www.lanacion.com.ar/2399060) fue lanzada el 10 de septiembre de 2012. Siete años antes de la pandemia.

Salvavidas digital

Pero es tal vez un exceso llamar a Zoom (o a otras tecnológicas) simples "ganadores de la pandemia". Son también quienes tenían listos los botes salvavidas para la crisis. Basta pensar en la catástrofe que habría causado el Covid-19 treinta años atrás, con los vuelos aerocomerciales en pleno auge, pero sin Internet pública y con la industria de la computación personal en pañales. Los fallecidos se habrían contado de a decenas de millones y la economía habría naufragado sin remedio.

Pero la pandemia llegó en un momento bisagra en el que la civilización cuenta con herramientas muy avanzadas para mantener funcionando un número de actividades esenciales; otras, lamentablemente, no tuvieron esa suerte, pero anoto, al margen, que la realidad virtual podría haber ayudado mucho a tiendas de vestimenta, negocios gastronómicos y otras actividades que quedaron devastadas por el confinamiento.

Ahora bien, la adopción inmediata de nuevas tecnologías ante la crisis dejó a la luz una brecha insalvable. Una parte de las industrias ya estaba viviendo en el futuro, mientras que la otra insistía con prácticas que eran (en muchos casos, no en todos) ineficientes y basadas en prejuicios antediluvianos. Otra anécdota permitirá ver esta diferencia abismal entre la ideología que ve a las tecnologías disruptivas como una ventaja y la que cree que es solo cosa de hackers y que, llegado el caso, puede resultar una amenaza para sus negocios.

Hace unos quince años, cuando el mensajero más popular era el MSN Messenger, de Microsoft, tuve una charla muy esclarecedora con el fundador de una de las agencias de relaciones públicas más importantes de la Argentina. En su opinión, me confió, habría que (y cito) "prohibirles a los empleados chatear en el trabajo, porque se la pasan charlando con sus amigos". Le respondí que a mi juicio era exactamente al revés, las compañías deberían fomentar el uso del chat, porque podía ser una herramienta de productividad extraordinaria. ¿Qué sentido tiene, le pregunté, pasar una cuarta parte del día hablando por teléfono, como hace 50 años, trasladándose a otras oficinas o caminando hasta el escritorio de un colega cuando todo eso puede resolverse con tres líneas de chat, y cuando además, gracias a Internet, es posible chatear con 50 personas a la vez? Desde luego, mis dichos le parecieron una herejía.

Hoy una empresa es impensable sin el chat, y un mensajero en particular, WhatsApp, es la herramienta que cientos de miles de pymes empleaban antes de la pandemia para facilitar su trabajo y que ahora han adoptado desde los bancos hasta los viveros. Es otro de los (muchos) prejuicios que frenaba la transformación digital: que había que estarle encima al empleado para que hiciera su trabajo. De otro modo, iba a pasarse el día chateando o mirando Netflix. Un estigma no solo antiguo, sino también pasado de moda.

Otras dinámicas

Para la mayoría de los trabajadores, su tarea, pequeña o grande, es una posesión preciosa que asumen con gran responsabilidad. Las tecnológicas lo saben desde hace rato, y en sus oficinas (incluso aquí, en Buenos Aires) muy pocos tienen un despacho o un escritorio propios. Incluso ejecutivos de alto rango, cuando tienen que ir a la oficina, buscan un puesto de trabajo libre, abren su notebook y listo. Eso, cuando van. En muchos casos, hay dos o tres días de la semana en la que hacen teletrabajo, una práctica que, bien implementada, no solo aumenta la productividad, sino que también es más eficiente en términos económicos para ambas partes.

Para las multinacionales (y no solo las tecnológicas), la pandemia no alteró sustancialmente la dinámica del trabajo. Tan diferentes son las visiones sobre el empleo de un lado y del otro de esta grieta que algunos de los mejores productos de Google han nacido de una práctica notable de esta compañía, que le permite a sus empleados invertir una parte de sus horas de trabajo en proyectos propios. La mayoría no llega a ningún lado, pero esta diversidad ha sido un semillero riquísimo para el coloso de Mountain View.

Concentración

Sin embargo, estos prejuicios y esta brecha, aunque están cayéndose a pedazos, no solo no han desaparecido, sino que además han tenido una consecuencia no deseada y potencialmente muy peligrosa. Si antes de la pandemia un puñado de tecnológicas concentraban un poder nunca antes visto, ahora esos monopolios han acentuado su poder a una escala incomprensible. Era algo esperable, incluso cuando el valor de la publicidad online se redujo conforme al parate económico, e insisto con una idea: estas compañías y sus productos fueron lo que permitieron a las naciones industrializadas seguir mínimamente funcionando.

Pero el pecado original de las nuevas tecnologías, la concentración, ahora se ha vuelto una condición tan crítica que ya parece irreversible. Y esa sería una muy mala noticia.

Algunos números elocuentes. En los últimos seis meses, la acción de Apple pasó de 300 a 500 dólares, con lo que la compañía fue la primera en la historia en superar una capitalización de mercado de 2 billones (doce ceros; trillion, en Estados Unidos) de dólares. Microsoft, que veinte años atrás era la compañía mejor valuada del planeta, no está muy atrás. Luego de una exitosa reconversión al negocio de la nube, su valor es de 1,7 billones de dólares. Google, por su parte, ya superó el billón.

Otra foto significativa: las seis compañías con mayor capitalización de mercado son tecnológicas. Una de ellas, la sexta, es Alibaba, el MercadoLibre chino. Google tiene casi el 93% del mercado de las búsquedas y solo tres compañías concentran el 70% de la publicidad online en Estados Unidos: Google, Facebook y Amazon, según la consultora eMarketer. Esto afecta, por ejemplo, a los medios de comunicación, que producen buena parte de lo que el buscador y la red social explotan, y por lo tanto se convierte también en una amenaza que excede lo económico y termina afectando la cultura y algunas de las instituciones básicas de la democracia, como el periodismo.

Con este grado de concentración, ¿qué queda entonces para las pequeñas? Muy poco, a decir verdad, y no solo en términos de participación de mercado, rentabilidad y, a la larga, la posibilidad de subsistir. En estas condiciones es prácticamente imposible competir. Cuando Snapchat empezó a tallar, Instagram (que es de Facebook) simplemente le copió su función más atractiva (las Historias, que solo duran 24 horas y luego desaparecen), y la incipiente Snapchat se derrumbó.

El monopolio por sí no puede evitarse, porque si un producto es mucho mejor que el de cualquiera de sus competidores, entonces la concentración se dará naturalmente. El problema es que es prácticamente imposible que una compañía no caiga en la tentación de abusar de su posición dominante. Y nada de esto es nuevo. En 2005, Adobe, el creador de Photoshop, vio amenazado su negocio de software para crear páginas web por una pequeña compañía llamada Macromedia, que había lanzado el exitoso Dreamweaver. Entonces Adobe simplemente adquirió Macromedia.

En el caso de las nuevas tecnologías, el monopolio por sí mismo, incluso en el caso hipotético de que no haya abuso, representa un problema para toda la economía. Para entender esto, que a primera vista puede sonar exagerado, hagamos una analogía con el transporte: automóviles, camiones, trenes, aviones, barcos. Si hubiera una sola empresa que construyera estos instrumentos fundamentales, la economía dependería de las decisiones de una sola mesa de directorio. Y no solo una mala decisión podría poner en jaque la fabricación de vehículos, y por lo tanto el transporte a escala mundial, sino que con semejante poderío también podrían establecer reglas de juego unilateralmente. Pues bien, la economía hoy depende tanto del transporte como de las computadoras, los servicios online y el software.

Solo una opción

Como se sabe, y por una larga serie de motivos que no exploraremos aquí, este escenario en el que hay un solo proveedor de herramientas fundamentales nunca se presentó en la mayor parte de las industrias. Incluso con altos grados de concentración, las opciones nunca se redujeron a una y solo una. Pues bien, esto es exactamente lo contrario de lo que ocurre con las nuevas tecnologías. Un caso emblemático fue el de AT&T, que en 1982 fue dividida en siete compañías (informalmente conocidas como Baby Bells), debido al grado de concentración que había acumulado.

Pero el fenómeno se repitió. Solo hay un sistema operativo para computadoras personales, Windows, de Microsoft; Apple nunca hizo mella en ese negocio. Microsoft jamás hizo pie en las búsquedas, ni Google en las redes sociales, donde reina Facebook. Aunque cueste aceptarlo, en tecnología el que llega primero, salvo raras excepciones, se queda con todo, y de ese modo la palabra monopolio alcanza alturas insólitas. Con un agravante: llega un punto en el que un estándar industrial puede quedar en manos de una compañía privada.

Cisnes negros

Pero también es cierto que hay cisnes negros. Zoom es un caso de manual. Ninguno de los colosos -Microsoft, con Teams, y Google, con Meet- ha conseguido desbancar a esta compañía, que tiene solo 2500 empleados; en comparación, Microsoft tiene 156.000 y Google, 114.000. Es decir, las nuevas tecnologías también dan origen a lo que podríamos llamar monopolios instantáneos. Lo que nos lleva a otro de los lados oscuros de la concentración.

Si algo sale mal con el producto de una compañía que tienen casi toda la torta del mercado, las consecuencias alcanzarán, de nuevo, a toda la economía. Zoom, cuando empezó la pandemia, sufría de una serie de vulnerabilidades muy graves. Habiendo sido durante toda su historia una herramienta corporativa, estas fallas nunca quedaron expuestas (ni se las corrigió). Cuando se convirtió en la nueva forma de reunirse, afectó a cientos de millones de usuarios hogareños y profesionales independientes.

En su momento, Google fue un cisne negro. La Web estaba creciendo tan rápido que el directorio Yahoo! ya no era útil. Google automatizó las búsquedas y, veintidós años después, sus algoritmos gobiernan lo que vemos en la web. Si algo no aparece en su buscador, entonces no existe.

Si Facebook desapareciera, cientos de miles de pymes quedarían en un limbo, con sus páginas inaccesibles, sus contactos evaporados, sin ventas y sin actividad. La idea de que este gigante desaparezca puede sonar ridícula. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es que una proporción demasiado grande de la economía depende de un puñado de compañías tecnológicas.

Además, nadie tiene el futuro comprado. En enero de 1993, IBM, un imperio de apariencia inexpugnable, anunció pérdidas por 8000 millones de dólares (12.400 millones de hoy) y debió despedir a 50.000 empleados. En su momento, fue el mayor quebranto informado por una compañía estadounidense (hoy ese récord lo tiene otro gigante, AOL-Tome Warner, con pérdidas de 123.000 millones). A IBM se la daba por terminada. Gracias a una brillante estrategia de inteligencia colectiva, se reinventó y sobrevivió. Pero el desastre acecha a todos en una industria tan disruptiva. El iPhone desbancó no a uno, sino a tres titanes de la telefonía celular que parecían blindados, y sin embargo hoy ya no existen: Blackberry, Motorola y Nokia.

De modo que el hecho de que tantas compañías dependan de tan pocos es una espada de Damocles para toda la economía. Y la pandemia no ha hecho más que reforzar esa concentración.

Curiosamente, y este es tal vez un dato tan esperanzador como aleccionador, las tres tecnologías que subyacen bajo esta concentración no son monopólicas. Internet y la Web son estándares abiertos que no dependen de ninguna compañía en particular. Gracias a su existencia Google pudo, en su momento, competir con el monopolio de Yahoo!. Fue porque el conjunto de protocolos que hacen funcionar a Internet y a la Web no dependían de la suerte ni de los caprichos de nadie que Facebook, Amazon y Netflix (entre muchos otros) nacieron en un garaje o en un dormitorio universitario. Y fue también porque el poder de cómputo está muy diversificado que hubo cada vez más productos, más innovación y precios más accesibles. Círculo virtuoso se llama.