Ariel Torres. 23 de mayo de 2020
Hace unas semanas planteé en esta
columna cuánto más graves serían los efectos de la pandemia, si no contáramos
con computadoras de bajo costo (y de bolsillo, en gran parte de los casos) e
Internet.
Hay dos cuestiones, sin embargo,
que quedaron en el tintero. Por un lado, la situación no solo tiene a todos los
críticos de las nuevas tecnologías recalculando sus augurios apocalípticos,
sino que además nos obliga a repensar avances que hoy son mal vistos y que, en
las actuales circunstancias, serían una bendición. Un par de ejemplos.
La inteligencia artificial (IA)
está ayudando ahora a encontrar alguna forma de vacuna, cura, paliativo o algo
que nos permita superar la crisis. De otro modo, en cinco o seis meses no
podríamos estar tan avanzados en el conocimiento del SARS-CoV-2. Otro tanto
ocurre con la ingeniería genética, que como la IA es vista con recelo, y que,
como la IA, plantea dilemas éticos inmensos. Pero el hecho es que sin esas
tecnologías estaríamos en problemas mucho más serios. Vuelvo a decirlo, aunque
suene redundante: estamos hablando de un virus, no de un vaso de agua (y hasta
el agua tiene sus complejidades).
Y después están los robots. Si
esto nos hubiera encontrado con robots más avanzados y, sobre todo, bien
integrados al entramado social, habríamos podido evitar muchos padecimientos y
muertes, sobre todo (aunque no solo) entre los trabajadores de la salud.
No termino de entender este sesgo
mental: si vemos a una médica o a un enfermero con barbijo y máscara, entonces
damos por sentado que esa persona es de alguna forma inmune al coronavirus. Lo
mismo pasa con el delivery, el personal de seguridad, los choferes de diversos
transportes, y sigue la lista. Bueno, no es así, y los robots podrían
intervenir en miles de situaciones en las que hoy, porque no queda otra opción,
exponemos a personas que son exactamente igual de propensas a contraer Covid-19
que el resto de nosotros; este virus no discrimina y es extremadamente
infeccioso.
Cuando digo que la situación
funcionaría solo si los robots estuvieran bien integrados al entramado social me
refiero a una economía capaz de funcionar con los autómatas ocupando millones
de puestos de trabajo que hoy emplean a humanos, sin que estos humanos sufran
en absoluto. Es un tema que sigue por completo ausente en la agenda política de
la mayoría de las naciones, que en este aspecto atrasa, digamos, casi un siglo.
De nuevo, en lugar de Terminator,
hoy tendríamos robots, por definición inmunes a los virus biológicos e
incapaces de contagiarnos (podrían auto desinfectarse muy fácilmente), ahí
donde ahora se expone a seres humanos. Espero que la pandemia nos enseñe, como
mínimo, que toda la cháchara antitecnológica que queda tan bien en la sobremesa
es en realidad una fuerte alergia a los cambios. Y ya saben lo que dijo Darwin
al respecto.
Otra lección es el tema de los
móviles. Veníamos con una fuerte mobile fixation , pronosticando (cuándo no) la
extinción de las computadoras personales, y, de pronto, en estos 60 días,
recibí una montaña de consultas sobre cuál notebook comprar, "por lo del
teletrabajo, ¿viste?". Y sí, claro. Salvo que la compañía te provea un
equipo, lo que debería ser de rigor, pero no siempre ocurre, andá a trabajar
con una docena de planillas de Excel por día o tipeá 50 carillas de texto por
semana en un smartphone.
Aunque nadie quiere una pandemia
y aunque ha dejado más de 330.000 muertos y va a violentar a la economía con
consecuencias que todavía no son claras, pero que no van a ser (ya no son)
buenas, ha quedado demostrado que la fijación obsesiva en la movilidad le había
quitado a muchas personas una herramienta que sigue siendo clave para que este
planeta funcione y para producir en general. Una conquista de la computación
personal que se estaba perdiendo, transformándonos otra vez en meros
espectadores, consumidores, actores pasivos de la construcción social.
Mal
visto, un smartphone es el viejo control remoto, pero con la pantalla
integrada. Mal visto, repito, porque, con las herramientas adecuadas, permiten
producir ciertos contenidos que son notables, aunque limitados, y que no
podrían crearse tan fácilmente con una notebook. Las Stories de Instagram, sin
ir más lejos. Ahora, el mundo es mucho más complejo que las Stories y para todo
lo demás tuvimos que recurrir de nuevo a la vapuleada PC.
Nada es tan simple
Sin embargo, la tecnología ha mostrado su lado
oscuro durante el aislamiento. Lo descubrí hace unas 72 horas, cuando, alarmado
por la aritmética, empecé una rutina simple de ejercicios. Digo aritmética
porque en estos 60 días (para redondear) caminé un 92% menos de lo que lo hacía
antes, incluso sin ejercitarme. Lo sé porque el teléfono cuenta mis pasos.
Dicho más claro, me pasaba el 92% de las 16 o 17 horas que estoy despierto
sentado. Eso no iba a terminar bien, así que arranqué con un programa de ejercicios
sencillos. Quince minutos, para no abusar. Eso fue el miércoles. Al día
siguiente, no podía bajar las escaleras por el dolor en mis cuádriceps. No
pain, no gain , dicen, pero bueno, en todo caso, este es un problema de la
cuarentena y del proverbial sedentarismo de esta profesión.
El lado oscuro está en otro lado.
Para los ejercicios usé el smartphone, y ahí advertí que un personal trainer
digital no alcanza y hasta puede ser pernicioso. Por suerte, cuento con ayuda
presencial calificada y, gracias a esto, descubrí que estaba haciendo casi
todos los ejercicios mal, y que en ciertos casos podría haberme causado una
lesión. Tal vez un día el teléfono pueda, mediante la cámara e inteligencia
artificial, indicarnos que estamos haciendo mal cierto movimiento o adoptando
una postura incorrecta. Pero incluso en ese caso, no será capaz de sujetar
nuestra pierna y decir: "Es así, esa es la posición, si no te vas a dañar
tal o cual músculo". Tendemos a creer que podemos solucionar todo con
asistentes digitales y apps. Pero cuidado con algunas formas de solucionismo
tecnológico, porque no solo pueden ser inútiles, sino también peligrosas.
La ayuda que nos viene a traer la
tecnología tiene otro costado oscuro del que no hablé en su momento, porque no
lo había advertido, pero que se hizo evidente en la tercera semana de la
cuarentena (o algo así), cuando varios amigos me llamaron al borde del pánico
porque alguno de sus equipos había dejado de funcionar. Nunca antes había sido
tan obvio el grado de dependencia que tenemos de estos aparatos. Cuando
podíamos salir era relativamente fácil y rápido resolver un desperfecto. Ahora
un problema impacta directo sobre nuestro soporte vital.
Ya conté la historia
de mi caldera. Bueno, estos días también falló el aire acondicionado de mi
estudio (Murphy, sos mi ídolo), por lo que hubo un par de mañanas en las que
trabajé desde un frigorífico. Con Bach de fondo, pero no por eso menos helado.
Cuando hablé con el técnico, para ver si podía arreglarlo por las mías (ya me
conocen), me dijo: "Ojalá que no sea la electrónica, porque el service de
las placas no está trabajando".
Deberíamos prestarle atención a
esta otra lección que deja la pandemia. Somos mucho más dependientes de la
tecnología de lo que siempre quisimos admitir. No está mal por sí. Hoy nadie
podría caminar descalzo por un bosque sin lastimarse los pies; hace 300.000
años, sí. Pero los zapatos no se cuelgan, no se desarman espontáneamente ni se
niegan de algún modo a funcionar. Pues bien, deberíamos hacer software y hardware
a la altura de esta dependencia. No es que lo que tenemos sea un desastre, pero
en estos días resolví conflictos muy serios causados por fallas demasiado
triviales. Una actualización de Intel para sus controladores de Bluetooth dejó
una máquina sin (adivinen) Bluetooth. Eso no debería pasar. ¿Como lo arreglé?
Con el administrador de dispositivos, que me decía que el controlador de
Bluetooth (que acababa de actualizar) no estaba presente. Le dije que buscara
uno y lo arrancara. Encontró el que acababa de actualizarse y salió andando.
Casi seguramente, al crear el upgrade alguien se olvidó de la instrucción para
que Windows volviera a cargar el controlador luego de la actualización. Y sí,
antes de que lo pregunten, probé todas las opciones obvias antes. Pero no, era
un error mucho más elemental, y de fábrica.
Por último, y para no excederme,
Internet y la electricidad. Así como el aislamiento nos hizo sufrir en carne
propia la pérdida de la libertad de movimiento, también nos hizo saber cómo se
siente esa abstracción llamada "confinamiento"; ahora todos somos
electro dependientes. Algunos sorteamos el desastre económico con el
teletrabajo, la educación a distancia y demás. Eso sí, siempre que haya
electricidad. En cada cierre (toco madera) de cada una de las varias instancias
de edición que tengo en el diario, me encontré pensando: "¿Qué hago si se
corta la luz?". Tomé una serie de recaudos, pero fuera de la breve
autonomía que ofrece un UPS, a la mayoría de las personas no les alcanza el
presupuesto para manejarse durante mucho tiempo con un grupo electrógeno. O
para comprarse uno. O para tener dónde instalarlo. Etcétera. Otra advertencia
fuerte sobre la cuestión energética.
Internet, por su parte, se
mantuvo firme, como era de esperarse y pese a los numerosos anticipos de que
iba a colapsar. Pero, de nuevo, sin electricidad, Internet no sirve para nada.
Recuerdo algunos de los cortes masivos que hubo en el AMBA. Uno empezaba por
perder la conexión cableada y Wi-Fi, luego se iban agotando las baterías de los
teléfonos y al final también se quedaban sin energía las antenas celulares, con lo que todo contacto con el exterior quedaba cancelado. Ahora pónganse en
el lugar de las personas que no pueden sobrevivir sin electricidad. Empieza a
quedar más claro, ¿no?