Ariel Torres. 5 de septiembre de 2020
Imagine que le dan esta tarea:
debe escribir la lista del supermercado. Para eso, le dan solo una hoja de
papel y un lápiz negro bien afilado. No parece difícil. Excepto porque lo dejan
en un desierto. En minutos descubrirá que la misión es imposible. No se puede
escribir apoyando la hoja sobre la arena. Cuando trata de hacerlo sobre su
propia mano o sobre la pierna, el lápiz perfora el papel. Entonces le ofrecen
una pequeña ayuda: una tabla de madera. De pronto, lo impracticable se vuelve
sencillo y termina la lista enseguida. Este es el clásico ejemplo que se da en
las clases de química para explicar el papel que juegan los catalizadores en
las reacciones químicas.
"Durante veinte años la
tan mentada transformación digital anduvo a pedal, como en cámara lenta. Ahora,
por un virus, se logró en dos meses", me decía estos días el ejecutivo de
una compañía tecnológica, para quien todas estas novedades que suenan a ciencia
ficción -no ir casi nunca la oficina, la nube, las reuniones virtuales- son
algo cotidiano desde hace mucho tiempo.
La lucha desigual entre los
medios de prensa y las plataformas
Pues bien, la pandemia fue el
catalizador de la transformación digital. Solo que un puñado de jugadores ya
estaban ahí, en un futuro que la mayoría de las compañías prefería desde hacía
décadas ignorar o patear para adelante. Una anécdota echará luz acerca de la
feroz brecha que existía entre uno y otro grupo de organizaciones.
En 1988, entrevisté a un
investigador argentino del Laboratorio Almadén de IBM, en las oficinas que la
multinacional tiene en Buenos Aires. Su trabajo en ese momento era sobre
computación paralela, algo que hoy disfrutamos hasta en nuestros smartphones.
Pero hay un detalle más impactante: ese ingeniero ya tenía notebook, conexión
inalámbrica a la red de la compañía y correo electrónico. Internet había nacido
solo cinco años antes y faltaban todavía siete para que llegara a los usuarios
particulares en la Argentina. Mientras este investigador me mostraba cómo
trabajaba de forma remota en su laboratorio de California, el mundo afuera de
esas oficinas no estaba ni enterado de la tormenta que se avecinaba.
Pero cuando esa tormenta
llegó, la mayoría de las organizaciones prefirió ignorarla. Sin embargo, esta
es solo una cara de la brecha. Para muchas compañías, especialmente en un país
como la Argentina, donde "productividad" es mala palabra y la presión
tributaria ahoga a todos, pero especialmente a las pequeñas y medianas, invertir
en la transformación digital no era una opción. Había otras urgencias.
Los supermercados son un
ejemplo. Antes de la pandemia, la inmensa mayoría de sus clientes hacía compras
presenciales, no por internet. Cuando el número de compras online, en mayo, ya
había crecido un 300%, según la Cámara Argentina de Comercio Electrónico, sus
sistemas colapsaron. Es difícil atribuir la situación -que con el paso de los
meses fue mejorando, aunque está muy lejos de ser la ideal- solo a la falta de
previsión. En un país donde es demasiado riesgoso invertir y donde las reglas
de juego cambian constantemente, los supermercados apostaron a sus locales, no
al comercio electrónico. Del mismo modo, mientras las salas de reuniones de
muchas compañías de toda talla quedaban vacías, Zoom, uno de los ganadores de
la pandemia, pasó de 10 millones a 300 millones de usuarios. Pero hay un
detalle estremecedor: Zoom era bien conocido en el ambiente corporativo de las
tecnológicas desde hacía rato. Esta herramienta, pensada específicamente para
reuniones virtuales (https://www.lanacion.com.ar/2399060) fue lanzada el 10 de
septiembre de 2012. Siete años antes de la pandemia.
Salvavidas digital
Pero es tal vez un exceso
llamar a Zoom (o a otras tecnológicas) simples "ganadores de la
pandemia". Son también quienes tenían listos los botes salvavidas para la
crisis. Basta pensar en la catástrofe que habría causado el Covid-19 treinta
años atrás, con los vuelos aerocomerciales en pleno auge, pero sin Internet
pública y con la industria de la computación personal en pañales. Los
fallecidos se habrían contado de a decenas de millones y la economía habría
naufragado sin remedio.
Pero la pandemia llegó en un
momento bisagra en el que la civilización cuenta con herramientas muy avanzadas
para mantener funcionando un número de actividades esenciales; otras,
lamentablemente, no tuvieron esa suerte, pero anoto, al margen, que la realidad
virtual podría haber ayudado mucho a tiendas de vestimenta, negocios
gastronómicos y otras actividades que quedaron devastadas por el confinamiento.
Ahora bien, la adopción
inmediata de nuevas tecnologías ante la crisis dejó a la luz una brecha
insalvable. Una parte de las industrias ya estaba viviendo en el futuro,
mientras que la otra insistía con prácticas que eran (en muchos casos, no en
todos) ineficientes y basadas en prejuicios antediluvianos. Otra anécdota
permitirá ver esta diferencia abismal entre la ideología que ve a las
tecnologías disruptivas como una ventaja y la que cree que es solo cosa de
hackers y que, llegado el caso, puede resultar una amenaza para sus negocios.
Hace unos quince años, cuando
el mensajero más popular era el MSN Messenger, de Microsoft, tuve una charla
muy esclarecedora con el fundador de una de las agencias de relaciones públicas
más importantes de la Argentina. En su opinión, me confió, habría que (y cito)
"prohibirles a los empleados chatear en el trabajo, porque se la pasan
charlando con sus amigos". Le respondí que a mi juicio era exactamente al
revés, las compañías deberían fomentar el uso del chat, porque podía ser una
herramienta de productividad extraordinaria. ¿Qué sentido tiene, le pregunté,
pasar una cuarta parte del día hablando por teléfono, como hace 50 años,
trasladándose a otras oficinas o caminando hasta el escritorio de un colega
cuando todo eso puede resolverse con tres líneas de chat, y cuando además,
gracias a Internet, es posible chatear con 50 personas a la vez? Desde luego,
mis dichos le parecieron una herejía.
Hoy una empresa es impensable
sin el chat, y un mensajero en particular, WhatsApp, es la herramienta que
cientos de miles de pymes empleaban antes de la pandemia para facilitar su
trabajo y que ahora han adoptado desde los bancos hasta los viveros. Es otro de
los (muchos) prejuicios que frenaba la transformación digital: que había que
estarle encima al empleado para que hiciera su trabajo. De otro modo, iba a
pasarse el día chateando o mirando Netflix. Un estigma no solo antiguo, sino
también pasado de moda.
Otras dinámicas
Para la mayoría de los
trabajadores, su tarea, pequeña o grande, es una posesión preciosa que asumen
con gran responsabilidad. Las tecnológicas lo saben desde hace rato, y en sus
oficinas (incluso aquí, en Buenos Aires) muy pocos tienen un despacho o un
escritorio propios. Incluso ejecutivos de alto rango, cuando tienen que ir a la
oficina, buscan un puesto de trabajo libre, abren su notebook y listo. Eso,
cuando van. En muchos casos, hay dos o tres días de la semana en la que hacen
teletrabajo, una práctica que, bien implementada, no solo aumenta la
productividad, sino que también es más eficiente en términos económicos para
ambas partes.
Para las multinacionales (y no
solo las tecnológicas), la pandemia no alteró sustancialmente la dinámica del
trabajo. Tan diferentes son las visiones sobre el empleo de un lado y del otro
de esta grieta que algunos de los mejores productos de Google han nacido de una
práctica notable de esta compañía, que le permite a sus empleados invertir una
parte de sus horas de trabajo en proyectos propios. La mayoría no llega a
ningún lado, pero esta diversidad ha sido un semillero riquísimo para el coloso
de Mountain View.
Concentración
Sin embargo, estos prejuicios
y esta brecha, aunque están cayéndose a pedazos, no solo no han desaparecido,
sino que además han tenido una consecuencia no deseada y potencialmente muy
peligrosa. Si antes de la pandemia un puñado de tecnológicas concentraban un
poder nunca antes visto, ahora esos monopolios han acentuado su poder a una escala
incomprensible. Era algo esperable, incluso cuando el valor de la publicidad
online se redujo conforme al parate económico, e insisto con una idea: estas
compañías y sus productos fueron lo que permitieron a las naciones
industrializadas seguir mínimamente funcionando.
Pero el pecado original de las
nuevas tecnologías, la concentración, ahora se ha vuelto una condición tan
crítica que ya parece irreversible. Y esa sería una muy mala noticia.
Algunos números elocuentes. En
los últimos seis meses, la acción de Apple pasó de 300 a 500 dólares, con lo
que la compañía fue la primera en la historia en superar una capitalización de
mercado de 2 billones (doce ceros; trillion, en Estados Unidos) de dólares.
Microsoft, que veinte años atrás era la compañía mejor valuada del planeta, no
está muy atrás. Luego de una exitosa reconversión al negocio de la nube, su
valor es de 1,7 billones de dólares. Google, por su parte, ya superó el billón.
Otra foto significativa: las seis compañías con mayor capitalización de mercado son tecnológicas. Una de ellas, la sexta, es Alibaba, el MercadoLibre chino. Google tiene casi el 93% del mercado de las búsquedas y solo tres compañías concentran el 70% de la publicidad online en Estados Unidos: Google, Facebook y Amazon, según la consultora eMarketer. Esto afecta, por ejemplo, a los medios de comunicación, que producen buena parte de lo que el buscador y la red social explotan, y por lo tanto se convierte también en una amenaza que excede lo económico y termina afectando la cultura y algunas de las instituciones básicas de la democracia, como el periodismo.
Con este grado de
concentración, ¿qué queda entonces para las pequeñas? Muy poco, a decir verdad,
y no solo en términos de participación de mercado, rentabilidad y, a la larga,
la posibilidad de subsistir. En estas condiciones es prácticamente imposible
competir. Cuando Snapchat empezó a tallar, Instagram (que es de Facebook)
simplemente le copió su función más atractiva (las Historias, que solo duran 24
horas y luego desaparecen), y la incipiente Snapchat se derrumbó.
El monopolio por sí no puede
evitarse, porque si un producto es mucho mejor que el de cualquiera de sus
competidores, entonces la concentración se dará naturalmente. El problema es
que es prácticamente imposible que una compañía no caiga en la tentación de
abusar de su posición dominante. Y nada de esto es nuevo. En 2005, Adobe, el
creador de Photoshop, vio amenazado su negocio de software para crear páginas
web por una pequeña compañía llamada Macromedia, que había lanzado el exitoso
Dreamweaver. Entonces Adobe simplemente adquirió Macromedia.
En el caso de las nuevas
tecnologías, el monopolio por sí mismo, incluso en el caso hipotético de que no
haya abuso, representa un problema para toda la economía. Para entender esto,
que a primera vista puede sonar exagerado, hagamos una analogía con el
transporte: automóviles, camiones, trenes, aviones, barcos. Si hubiera una sola
empresa que construyera estos instrumentos fundamentales, la economía
dependería de las decisiones de una sola mesa de directorio. Y no solo una mala
decisión podría poner en jaque la fabricación de vehículos, y por lo tanto el
transporte a escala mundial, sino que con semejante poderío también podrían
establecer reglas de juego unilateralmente. Pues bien, la economía hoy depende
tanto del transporte como de las computadoras, los servicios online y el
software.
Solo una opción
Como se sabe, y por una larga
serie de motivos que no exploraremos aquí, este escenario en el que hay un solo
proveedor de herramientas fundamentales nunca se presentó en la mayor parte de
las industrias. Incluso con altos grados de concentración, las opciones nunca
se redujeron a una y solo una. Pues bien, esto es exactamente lo contrario de
lo que ocurre con las nuevas tecnologías. Un caso emblemático fue el de
AT&T, que en 1982 fue dividida en siete compañías (informalmente conocidas
como Baby Bells), debido al grado de concentración que había acumulado.
Pero el fenómeno se repitió.
Solo hay un sistema operativo para computadoras personales, Windows, de
Microsoft; Apple nunca hizo mella en ese negocio. Microsoft jamás hizo pie en
las búsquedas, ni Google en las redes sociales, donde reina Facebook. Aunque cueste
aceptarlo, en tecnología el que llega primero, salvo raras excepciones, se
queda con todo, y de ese modo la palabra monopolio alcanza alturas insólitas.
Con un agravante: llega un punto en el que un estándar industrial puede quedar
en manos de una compañía privada.
Cisnes negros
Pero también es cierto que hay
cisnes negros. Zoom es un caso de manual. Ninguno de los colosos -Microsoft,
con Teams, y Google, con Meet- ha conseguido desbancar a esta compañía, que
tiene solo 2500 empleados; en comparación, Microsoft tiene 156.000 y Google,
114.000. Es decir, las nuevas tecnologías también dan origen a lo que podríamos
llamar monopolios instantáneos. Lo que nos lleva a otro de los lados oscuros de
la concentración.
Si algo sale mal con el
producto de una compañía que tienen casi toda la torta del mercado, las
consecuencias alcanzarán, de nuevo, a toda la economía. Zoom, cuando empezó la
pandemia, sufría de una serie de vulnerabilidades muy graves. Habiendo sido
durante toda su historia una herramienta corporativa, estas fallas nunca
quedaron expuestas (ni se las corrigió). Cuando se convirtió en la nueva forma
de reunirse, afectó a cientos de millones de usuarios hogareños y profesionales
independientes.
En su momento, Google fue un
cisne negro. La Web estaba creciendo tan rápido que el directorio Yahoo! ya no
era útil. Google automatizó las búsquedas y, veintidós años después, sus
algoritmos gobiernan lo que vemos en la web. Si algo no aparece en su buscador,
entonces no existe.
Si Facebook desapareciera,
cientos de miles de pymes quedarían en un limbo, con sus páginas inaccesibles,
sus contactos evaporados, sin ventas y sin actividad. La idea de que este
gigante desaparezca puede sonar ridícula. Pero esa no es la cuestión. La
cuestión es que una proporción demasiado grande de la economía depende de un
puñado de compañías tecnológicas.
Además, nadie tiene el futuro
comprado. En enero de 1993, IBM, un imperio de apariencia inexpugnable, anunció
pérdidas por 8000 millones de dólares (12.400 millones de hoy) y debió despedir
a 50.000 empleados. En su momento, fue el mayor quebranto informado por una
compañía estadounidense (hoy ese récord lo tiene otro gigante, AOL-Tome Warner,
con pérdidas de 123.000 millones). A IBM se la daba por terminada. Gracias a
una brillante estrategia de inteligencia colectiva, se reinventó y sobrevivió.
Pero el desastre acecha a todos en una industria tan disruptiva. El iPhone
desbancó no a uno, sino a tres titanes de la telefonía celular que parecían
blindados, y sin embargo hoy ya no existen: Blackberry, Motorola y Nokia.
De modo que el hecho de que
tantas compañías dependan de tan pocos es una espada de Damocles para toda la
economía. Y la pandemia no ha hecho más que reforzar esa concentración.
Curiosamente, y este es tal
vez un dato tan esperanzador como aleccionador, las tres tecnologías que
subyacen bajo esta concentración no son monopólicas. Internet y la Web son
estándares abiertos que no dependen de ninguna compañía en particular. Gracias
a su existencia Google pudo, en su momento, competir con el monopolio de
Yahoo!. Fue porque el conjunto de protocolos que hacen funcionar a Internet y a
la Web no dependían de la suerte ni de los caprichos de nadie que Facebook,
Amazon y Netflix (entre muchos otros) nacieron en un garaje o en un dormitorio
universitario. Y fue también porque el poder de cómputo está muy diversificado
que hubo cada vez más productos, más innovación y precios más accesibles.
Círculo virtuoso se llama.
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