Ariel Torres. LA NACION. 9 de
mayo de 2020
Hace unos cuantos años, en un
reportaje que me hicieron para un documental, apareció la pregunta de rigor,
obligada, políticamente correcta. Si las relaciones virtuales no nos
deshumanizaban. Si acaso no estábamos más conectados pero menos comunicados. Si
las nuevas tecnologías no nos convertían en una suerte de zombis encapsulados
en sus propias burbujas virtuales. Si era posible reemplazar el cafecito cara a
cara por una gélida videollamada.
Respondí (y había dicho esto
ochocientas veces antes) que esa era la mirada de la persona que disfruta de
total libertad de movimientos o no padece de ninguna limitación visual,
auditiva o de alguna otra clase. En mi opinión, el planteo sonaba muy progre,
pero era de lo más discriminatorio.
Pensaba, al decir esto, en mi
amigo Eduardo Suárez . Eduardo tenía la más completa convicción de que gracias
a estas tecnologías había podido ejercer su profesión y sus numerosas y
apasionadas vocaciones. Constreñido desde su juventud a una silla de ruedas,
incluso cuando no había ninguna pandemia, salir de su casa era para él un
desafío. Vivía en La Plata y solo nos veíamos dos veces al año, para su
cumpleaños (que habría sido hace muy poquito, el 7 de marzo) y para el mío.
Nuestra relación fue, por lo tanto, mayormente virtual, por chat y largas
charlas telefónicas. Pero sobre todo por el chat, durante los casi 20 años que
lo conocí. Fue uno de los dos mejores amigos que me obsequió esta vida, y,
desde que falleció, el 21 de diciembre de 2014, lo extraño un horror. Dónde
está la incomunicación, díganme.
Ahora, de pronto, la
perspectiva políticamente correcta ha quedado confinada a cuatro paredes. Salir
está vedado, salvo en casos especiales y empleando accesorios tan inesperados
como distópicos. No podés acercarte a nadie a menos de un metro y medio. Y,
excepto para aquellos que viven en una lata de conservas, trasponer el umbral
hogareño y aventurarse al mundo exterior es una experiencia que combina la
ansiedad con el miedo. Miedo al contagio; miedo, para peor, a una amenaza
invisible.
Acompañé una vez a Eduardo a
una charla sobre accesibilidad (una de sus obsesiones, por razones obvias) que
se daba en el edificio anexo de la Cámara de Diputados; fue una odisea, por lo
pobremente preparado que estaba (y en muchos casos sigue estando) el mundo para
una persona que, como él, no podía caminar. Lo descubrí entonces de una forma
brutal. Era una realidad paralela y durísima que Eduardo debía enfrentar toda
vez que dejaba su hogar. Cuando venía a casa, me ocupaba personalmente de
conducir su silla de ruedas, algo que para mí era un honor y un privilegio, y
que suponía destrezas complejas que él mismo me había enseñado, con la
paciencia y la alegría que lo caracterizaban. Una de las últimas cosas que me
dijo fue que, cuando construyera mi nueva casa, no me olvidara de instalar un
baño apto para personas con discapacidad, palabra que no temía utilizar, con
una valentía y una sinceridad que, francamente, he visto muy pocas veces.
La primera semana del
aislamiento social preventivo y obligatorio pasó. No fue divertido, pero pasó.
Luego transcurrió la segunda. Ahora, tras 50 días y sin una fecha clara para
salir de este encierro enajenante, todos somos Eduardo Suárez, y todos, incluso
los críticos más feroces de las nuevas tecnologías, se suben dichosos a las
videoconferencias, hacen compras online y esperan con impaciencia al delivery,
menos por la vianda del día que para ver una cara humana en persona. Aunque sea
con barbijo.
Perdidos en el espacio
Por desgracia, porque nadie
quiere una pandemia, esta cuarentena ha venido a probar, muchos años después,
aquella tesis que planteé en el documental. No, la virtualidad no reemplaza ni
va a poder reemplazar nunca la presencia real. El estar ahí y los abrazos .
Pero ahora todos estamos experimentando lo que millones de seres humanos sufren
a diario, silenciosamente. Esa durísima realidad paralela de los que no pueden
salir de sus casas despreocupados y tarareando una canción de moda, sino que
deben tomar mil recaudos y contar con la logística adecuada. Todos ellos, salvo
excepciones, ni siquiera cuentan con la esperanza de que la pandemia alguna vez
se termine. Eduardo sabía perfectamente, y lo hablábamos a menudo, sin pelos en
la lengua -como a él le gustaba-, que su silla de ruedas y su realidad
paralela, ignorada por muchos de los que pretendían sonar progres, eran para
siempre.
Estos pastiches ideológicos,
que se repiten más que nada porque al opinador de turno lo hacen quedar super
bien, se han visto de pronto acallados. El hecho, claro y distinto, es que sin
las computadoras económicas y una Internet pública esta pandemia estaría
provocando algo parecido al Apocalipsis. Pienso en un virus igual de agresivo
(quiero decir, infeccioso) que el de Covid-19 propagándose en la década del '80
del siglo XX (ayer nomás) y me aterra.
Tuve el año pasado un alumno,
Francisco, que es ciego. Con su teléfono y un par de auriculares era el primero
en resolver los ejercicios que les planteo cuando el cuatrimestre ya está
avanzado. Son ejercicios repletos de trampas semánticas y preguntas capciosas,
destinados a mostrarle a la clase que todavía no están pensando como
periodistas. Francisco los resolvía antes que nadie. Fue para mí una
revelación. Veía el aula llena de alumnos con sus grandes pantallas y sus
teclados confortables sin poder descifrar el intríngulis, y, del otro lado, con
un smartphone -que sus manos manejan con la destreza de un pianista virtuoso-,
a Francisco, que en algo así como 30 segundos daba la respuesta correcta. Sentí
y sigo sintiendo una profunda admiración por él. Dónde está la deshumanización
acá, díganme.
Hablé para esta nota con
Francisco, ayer, por teléfono, y me contó que, además, vive solo. Me aclaró,
también, algo muy cierto, y que refuerza la tesis que planteo aquí: hace mucho
tiempo que los ciegos pueden llevar vidas productivas, incluso en cargos de muy
alta responsabilidad. Pero desde el Braille para acá, es la tecnología la que
funciona como puente. Los orígenes del Braille son de principios del siglo XIX,
pero eso no significa que no sea una tecnología. Lo es, y en su momento resultó
revolucionaria.
Así que indigna un poco.
Ahora, como quien mira para otro lado, las apps, la videoconferencia, Internet,
el chat, todas esas cosas demonizadas durante décadas son nuestros mejores
amigos. No solo para poder verle la cara a la familia, sino para que el mundo,
aunque escorado, no naufrague. Insisto: si la economía todavía al menos se
arrastra y si no tenemos decenas de millones de muertos es porque al menos una
parte de la población puede ejercer el aislamiento y a la vez continuar siendo
productiva.
Estoy dando clases virtuales;
de otro modo, adiós cuatrimestre. No tiene nada que ver con dictarlas en
persona. Para empezar, y pese a que me ahorro una hora y media de traslados,
termino mucho más cansado. Hay todo un análisis por hacer al respecto, que
vengo madurando. Una pista: "Muchacho, pensar cansa mucho más que hacer
ejercicio físico", me explicó una vez un neurólogo. Parece ser cierto.
Ahora, en el aula virtual, todo está en la mente.
Pero no terminan allí las novedades
pedagógicas (supuestas novedades). Resulta que de forma remota los alumnos
participan más. Los veteranos del espacio virtual sabemos esto desde hace
décadas: hay cosas que solo nos atrevemos a decir en el chat. En clase tal vez
ocurra algo semejante. Tengo que seguir reuniendo información.
Como todos, espero que este
aislamiento termine pronto. Algunos tenemos la fortuna de poder trabajar desde
casa, gracias a Internet y todas esas tecnologías que hasta hace unas semanas
algunos podían darse el lujo de ignorar con desdén indisimulado. Para otros,
los que para ganarse la vida necesitan -y no pueden- salir de sus casas (o
recibir personas en sus consultorios y bufetes), la cuarentena es además una
pesadilla económica. Como los infectólogos y los epidemiólogos, creo que el
distanciamiento es casi el único aliado con que contamos. El otro es el
progreso técnico. Ya pasó con las vacunas, con los antibióticos, con los nuevos
métodos de diagnóstico, los tratamientos de última generación y, ahora, con Internet.
En la cuenta final, espero que esta vez aprendamos, en carne propia, lo que de
verdad significan las palabras accesibilidad e inclusión. Ojalá.
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