Agustín Casalia. PARA LA
NACION.
Ilusiones y riesgos de un
movimiento que apela a la tecnología para desafiar los límites de nuestra
condición.
9 de noviembre de 2019
El transhumanismo es un
movimiento conformado por científicos, futurólogos y filósofos que concibe lo
humano como una transición. Mediante las diferentes tecnologías hoy existentes
y en continuo desarrollo -afirman sus postulados- el hombre podrá ir superando
los límites que aún nos impiden alcanzar nuestro más grande potencial. Sus
ideas dan forma a una nueva mitología que anuncia la inminencia de la
inmortalidad, la salud total, la juventud eterna, un nuevo mundo generosamente
al alcance de todos, aunque bajo el fantasma del control más absoluto, de una
puesta en disposición generalizada.
¿Qué hacer frente a la
extensión del dominio y la avidez de control de las prácticas biotecnológicas
actuales? ¿Acaso la respuesta ética debe imponerse como la única opción viable?
Hace unos años, la Universidad
Popular de Grenoble me invitó a una mesa redonda para abordar los aspectos
filosóficos de la temática transhumanista. Compartí el panel con una médica
investigadora en genética y un reconocido neuro-oncólogo, director de una
clínica de punta. Terminadas las conferencias, el reconocido médico me contó
que los altos mandos de la fuerza aérea francesa lo habían convocado a una
reunión. Querían saber si era posible conectar el cerebro del piloto al comando
del avión: muchas veces, el proceso humano de toma de decisiones no es lo
suficientemente veloz como para esquivar un determinado ataque; sería bien
distinto si la nave pudiera responder automáticamente en el mismo momento en
que el ojo del piloto ve llegar el misil. Se puede, les respondió el médico.
Pero para eso hay que intervenir en el cerebro sano de un ser humano sano y sus
principios éticos no se lo permitían. Gracias a su práctica profesional,
conocía bien el enorme poder de las NBIC (sigla que engloba nanotecnologías,
biotecnologías, informática y ciencias cognitivas), y se había prometido que
nunca modificaría ni intervendría en el cerebro sano de una persona.
Ante el transhumanismo, se
presentan diferentes posturas. Hay quienes adscriben a él y, esperanzados, dan
testimonio de las bondades del programa. ¿Quién no querría vivir mejor y hasta
infinitamente, con un poder de disponibilidad ilimitado, donde deseo y realidad
acabaran identificándose?
Otros en cambio se oponen
esgrimiendo razones de orden ético. Como el médico de nuestra anécdota, que
combate cotidianamente contra los gigantes de Silicon Valley y todo su
dispositivo: científicos y especialistas con salarios de deportista con
renombre mundial, un ejército de juristas siempre listos y voceros actuando en
el seno mismo de los mass-media más influyentes.
Tal vez no se trate ni de
plegarse ingenuamente al fanatismo tecnológico reinante ni de rechazarlo por
razones éticas. Más que nunca se trata de pensar qué es lo que está en juego
aquí. Apenas uno se pone a deconstruir las propuestas, las palabras y las
conductas de los gurúes del transhumanismo, salta a la vista que sus
presupuestos teóricos y discursivos son una continuación de las premisas
fundadoras del Occidente moderno, una radicalización dentro de la misma línea
humanista, una concreción a ultranza de sus paradigmas.
La modernidad supone el
desarrollo progresivo de un sistema racional de mejoras. Esto es, una Historia
lineal, sucesiva, que contiene la idea de progreso de la civilización, así como
la de la emancipación de un hombre pensado como autónomo y racional, capaz de
mejorarse a sí mismo gracias a la educación y la autorreflexión. La realización
de este ideal hoy se lleva a cabo en el seno de los nuevos templos de la
modernidad, los laboratorios especializados en biotecnología. A pesar de esto,
muchos pensadores intentan ponerle límites a este movimiento y lo cuestionan
invocando esos mismos presupuestos modernos, que conciben lo real y al hombre
mismo como algo totalmente mensurable. Se les escapa que, en este sentido, el
transhumanismo es más modernidad. Hipermodernidad.
El estado de cosas actual, sin
embargo, encierra una oportunidad: la de vérnosla, ahora necesariamente, con lo
que nos define y proyecta. Nos encontramos frente a un espejo en el que estamos
obligados a mirarnos, con la posibilidad de una vez por todas de confrontar los
presupuestos de nuestra tradición a partir de las capacidades técnicas actuales
y sus concreciones más radicales.
Como en un juego oscilante
entre los supuestos transhumanos y un modo de pensar existencial, por ejemplo
nos podemos preguntar: ¿el hombre es substancia, tiene un fondo en su interior
que define su naturaleza o es existente, poder ser, apertura y proyecto? ¿La
muerte es un accidente más entre otros muchos o acaso el morir es condición de
toda vida humana? ¿Los límites se oponen a nosotros desde fuera o,
parafraseando a los griegos, me informan, me configuran y a partir de ellos
soy?
Estas son algunas de las
cuestiones que se esconden allí donde por lo general solo se despierta el temor
a las máquinas. Nuestro problema no es el despliegue de los robots o el de los
ciborgs, sino más bien el pasar por alto la esencia provocadora de la técnica
moderna en la que estamos inmersos.
Sigue resultándome curioso,
pero sin duda esperanzador, que las personas que asisten a mis conferencias
encuentren una cierta serenidad cuando digo que la posibilidad de morir es la
más auténtica de todas, por ser ella la única entre todas las demás que, en la
medida en que existimos, permanece siempre necesariamente abierta como
posibilidad. Y con seguridad es la más decisiva, ya que el hecho de que sea una
posibilidad permite que las demás posibilidades puedan presentarse como tales.
Dicho de otra manera, si morir no fuera una posibilidad, ninguna otra podría
serlo, en todo caso respecto del ser humano que existe. Creer que podemos hacer
algo con esto, que no debemos asumir esta dimensión de lo humano, sino superarla
o neutralizarla con inmortalidades ilusorias, que podemos intervenir y
transformar esa dimensión en otra cosa, es la expresión cabal del miedo más
profundo: el de la muerte.
Filósofo DEA UNED Madrid,
licenciado en Derecho y Ciencias Políticas (UCA)
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