En un escenario global cada
vez más incierto, los desafíos del presente exigen nuevos enfoques y abordajes;
aquí, un recorrido por el pensamiento de aquellos que mejor interpretan las
paradojas de este tiempo
Hoy la estabilidad de fines
del siglo XX se ve lejana e ingenua. Donde antes había consensos y una
sensación de progreso global inquebrantable, nos encontramos ahora con
confusión e imprevisibilidad. Si el pronóstico era el "fin de la
historia", hoy la historia sigue viva y empuja a lugares impredecibles y
preocupantes. El siglo XXI pone en jaque nuestras viejas categorías y
narraciones. En esas fracturas aparecen quienes, imaginando y provocando,
invitan a pensar un poco más.
El propio Francis Fukuyama
tuvo que modificar sus pronósticos. Quedó atrás la argumentación hegeliana de
que con el fascismo y el comunismo fuera del tablero ideológico, el liberalismo
se convertiría en el nuevo orden mundial. Su último libro, Identity. The Demand
for Dignity and the Politics of Resentment, intenta explicar por qué la
predicción no se cumplió. Encuentra su respuesta en la creciente demanda de
reconocimiento de individuos y grupos. Para Fukuyama, la necesidad de afirmar
identidades particulares puede explicar desde el Brexit o el #MeToo hasta la
Revolución Francesa o la filosofía kantiana. Hoy hay dos modelos conceptuales
en pugna: la política identitaria, como deseo y búsqueda de reconocimiento, que
choca contra los fundamentos liberales y supuestamente universales del consenso
democrático.
En el fondo, Fukuyama
reversiona un problema filosófico y ético que ya está en Platón: el conflicto
entre la racionalidad y las pasiones. Y si bien desde Nietzsche y Freud
conocemos las limitaciones de pensar al individuo como tomador racional y
consciente de decisiones, los desarrollos en teoría del conocimiento y economía
del comportamiento de los últimos años llevaron esas ideas a todos los campos
académicos e intelectuales. En 2002 y 2017, los Nobel de Economía para Daniel
Kahneman y Richard Thaler pusieron en primer plano la complejidad de nuestras
decisiones. El libro Un pequeño empujón. El impulso que necesitas para tomar
mejores decisiones sobre salud, dinero y felicidad, que escribió Thaler con
Cass Sunstein en 2008, popularizó el debate de cómo los gobiernos deben
relacionarse con los ciudadanos al debilitarse el axioma de racionalidad.
No tan racionales
Las consecuencias de esto van
más allá de la economía y el gobierno. El último libro de Sunstein, On Freedom,
se ubica en la intersección de la filosofía y las políticas públicas y explora
los dilemas que surgen al considerar al individuo un ser no tan racional. La
relación con debates candentes sobre el deterioro de la democracia y la
interacción de gobiernos con la ciudadania no es tan lejana. En Cómo mueren las
democracias, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt toman como punto de partida una
diferencia central entre las amenazas que acechaban a las democracias en el
siglo XX y las que lo hacen en el siglo XXI. En el pasado, sabemos, las
democracias morían en manos de golpes militares. Hoy, en cambio, implosionan
desde adentro, por deficiencias en la cultura democrática de sus políticos
legítimamente electos. El populismo, entonces, no es un "otro" que
viene desde fuera, sino la consecuencia de un conjunto de conductas
antidemocráticas muchas veces pequeñas y cotidianas.
Quien se muestra pesimista
respecto del futuro es el historiador Yuval Harari, que alcanzó fama
internacional con la publicación de Sapiens. En su último libro, 21 lecciones
para el siglo XXI, remarca que las armas nucleares, el cambio climático y la
disrupción tecnológica son problemas globales que los gobiernos populistas y
localistas no pueden solucionar. En el ámbito tecnológico, Harari ve el riesgo
de que los beneficios de la inteligencia artificial y la edición genética
lleven a sociedades divididas entre quienes tienen acceso a estas tecnologías y
quienes no, con desigualdades previamente inimaginables.
Sus advertencias distópicas,
que recuerdan al Huxley de Un mundo feliz, pueden parecer exageradas, pero en
su crítica a nuestras limitaciones políticas retoma y potencia el mejor
argumento de Sapiens: Si nuestro éxito como especie pasó por la capacidad de
construir y sostener mitos colectivos como el dinero y las leyes, la crisis de
esa capacidad en el siglo XXI es el verdadero peligro. Hoy las viejas historias
colapsan y el cosmopolitismo carece de narrativa global. Las fisuras del
liberalismo político y de la globalización económica dan lugar a populismos
nacionalistas que, por definición, no pueden dar respuesta a problemas que
afectan a la humanidad.
La utopía perdida
Muchas de estas preguntas
aparecen en el libro Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria, del
historiador Enzo Traverso. El punto de partida es cercano al de Fukuyama: con
la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, los ideales de revolución
y comunismo se convirtieron en sinónimos de represión y brutalidad. En la
vereda opuesta, la protección del statu quo se volvió sagrada: como cambiar
radicalmente es peligroso, debemos conformarnos con reformas graduales. Sin el
comunismo, la izquierda, melancólica, quedó huérfana de teleología y de actor:
La historia, antes aliada, ahora muestra que la imaginación utópica es
imposible, al mismo tiempo que la figura del revolucionario cede a la figura de
la víctima su lugar privilegiado en el imaginario de la izquierda. Pero el
capitalismo y el liberalismo tampoco pudieron dar las respuestas prometidas, e
invitaron a que la atención se centre, con un prisma nacional y étnico, en el
pasado. Negados tanto el comunismo soviético como el cosmopolitismo liberal, un
mundo sin utopías mira hacia atrás. En la interpretación de Traverso, lo que
debemos buscar ante el auge de los nacionalismos no es, como para Harari, la
recuperación del globalismo, sino la de la izquierda.
Uno de los intelectuales que
más insistió en que las soluciones graduales dentro del sistema no alcanzan fue
Slavoj Zizek. A sus ideas suma ahora la reflexión sobre el rol que la ciencia y
el desarrollo tecnológico tienen en la regulación de la vida, enfatizando que
el control social no necesita hoy de un régimen totalitario explícito, porque
ya estamos siendo manipulados y regulados cuando seguimos nuestros deseos a
través de sistemas digitales. La única salida, en su opinión, es la salida
radical. En su último libro,
Like a Thief in Broad Daylight. Power in the Era of Post-Human
Capitalism, remarca que esa rebelión ya está sucediendo delante nuestro: tiene
sentido que, ante un sistema invisible, la resistencia también lo sea.
La descripción de Zizek se
asemeja a la que hace el filósofo Byung-Chul Han. En 2010, en La sociedad del
cansancio, vinculaba el aumento de enfermedades mentales con la demanda de
eficiencia a los individuos. En un mundo tecnológico de producción inmaterial,
sostenía que cada persona es en sí misma un medio de producción. El paradigma
de la lucha de clases queda viejo porque los individuos, bajo una retórica de
positividad y proyectos de vida, son amos y esclavos a la vez. Esta violencia
sistemática se manifiesta más allá de la salud: En La agonía del Eros sostiene
que lo más íntimo de la humanidad se ve alterado y que en una sociedad dominada
por el narcisismo es imposible desear, porque es imposible entregarse al otro.
En 2013, con En el enjambre, Han remarca que las redes sociales agrupan a los
individuos en multitudes virtuales aisladas y carentes de sentido: la
hipercomunicación digital no nos acerca, sino que nos deja solos en medio de un
ruido incoherente.
En las antípodas de estas
interpretaciones aparece Steven Pinker, a quién Zizek describió como su
enemigo. Su último libro, En defensa de la Ilustración, plantea que es
simplemente más realista ser optimista que ser pesimista, y funda esto sobre
evidencia estadística de, entre otras cosas, aumento de la esperanza de vida,
disminución del número de guerras y cantidad decreciente de personas bajo la
línea de pobreza. Según Pinker, que la humanidad sea hoy más sana y rica que
nunca no condice con el tono negativo de los medios de comunicación y con las
opiniones pesimistas de los intelectuales progresistas que, en sus palabras,
"odian el progreso". En contra de ellos, propone defender lo que
reconstruye como los principios básicos de la Ilustración: la razón, la
ciencia, el humanismo y el progreso. Debemos buscar explicaciones racionales de
las cosas y que sea la evidencia, y no el dogma o la tradición, lo que nos diga
si son verdaderas. Y debemos apuntar siempre al bienestar y felicidad de los
seres humanos, por encima de valores abstractos como la nación y la religión.
Nuevas oportunidades
También hay optimismo en las
ideas de Kai-Fu Lee, líder global en inteligencia artificial y su principal
referente en China. Para él, con la automatización del empleo entrará en crisis
el trabajo como elemento fundacional de nuestra identidad. En su libro, AI
Superpowers. China, Silicon Valley, and the New World Order, Lee ve en esto una
oportunidad para que las sociedades encaren un cambio cultural profundo.
Liberados de tareas rutinarias, podemos ver quiénes somos: las máquinas no
pueden ser ni empáticas ni creativas. En esa diferencia hallamos una definición
más plena de nuestra identidad y del camino que deberían tomar nuestras
sociedades. En un mundo sin trabajo, harán falta políticas públicas que den
prestigio y remuneración a empleos y actividades como el cuidado de personas, la
docencia y el voluntariado en una diversidad de rubros, todo lo que implique el
contacto cara a cara y el fortalecimiento de comunidades, tareas que las
máquinas no pueden hacer. Agrega, además, un vaticinio geopolitico: Estados
Unidos ya no es el único líder de innovación tecnológica; China le pisa los
talones y tiene a disposición mayor cantidad de datos para trabajar. La
descripción de Lee pone de manifiesto que ya existe otro modelo distinto del
occidental liberal y democrático tradicional y de su versión populista o
nacionalista-étnica. Tal vez el "otro" de la democracia occidental no
sea el populismo, sino China.
Demandas insatisfechas
Sin consensos globales, se
vuelve urgente para las democracias liberales demostrar que pueden resolver
problemas. Y si pensamos hoy en demandas insatisfechas, nada pone más en jaque
a nuestras sociedades que el feminismo. La explosión de los últimos años se
constata, por ejemplo, en que uno de los libros más leídos sea El cuento de la
criada de Margaret Atwood, publicado en 1985. Si bien parte de la razón radica
en su adaptación televisiva, su éxito sugiere razones más profundas: ¿por qué
nos interpela el relato de June Osborn? Una posible respuesta está en las ideas
de Virginie Despentes. Su libro de 2006, Teoría King Kong, impactó fuertemente
por hablar sin reservas de temas como la violación, la prostitución, los deseos
reprimidos o la pornografía, poniendo sobre la mesa cosas que suelen estar
escondidas. En consonancia, Despentes celebra la presencia creciente de las jóvenes
en el espacio público: pone de manifiesto una clave de cambio y por eso es
fundamental que sean las mujeres quienes narren su historia en sus propios
términos. El contacto con la ficción de Atwood es fuerte: el acto más profundo
de rebeldía de June es contar su historia, algo que la República de Gilead
niega a las mujeres.
El silencio femenino es el eje
central de Mujeres y poder. Un manifiesto, reciente libro de Mary Beard.
Partiendo de que para combatir la misoginia hay que explicarla, el libro analiza
la relación entre la voz de la mujer y la esfera pública, y cómo las
características masculinas del debate tienen contrapartida en el silencio
femenino. Beard retrotrae las raíces culturales de esto a la Antigüedad, y
recuerda cuando Telémaco calla a Penélope en la Odisea. La exclusión de la
mujer sigue vigente en el siglo XXI, con la voz femenina limitada para expresar
autoridad, ámbito reservado para varones. Beard reclama que se escuche a las
mujeres, pero advirtiendo que, como la codificación del poder es masculina, la
trampa es que nunca sea suficiente el esfuerzo femenino por adaptarse al statu
quo público. Lo que debe cambiarse son los códigos, y sugiere algo interesante:
comprender el poder mismo no como una posesión, sino como una acción o un
verbo. Con 3000 años de inequidad, el primer paso es hablar sobre estos temas y
aumentar la conciencia cultural.
En el siglo XXI, la
estabilidad que nos atrevimos a imaginar hace treinta años cruje por todas
partes. A la crítica de lo viejo se suman la incertidumbre respecto del futuro
y la insatisfacción con el presente. Nos desafía la política identitaria, la
mirada nacional y étnica, las conductas populistas y las demandas no
satisfechas. Y mientras algunos buscan reencontrar las utopías o salir radicalmente
del sistema, crecen modelos distintos y alternativos desde lo político,
económico y cultural. Ante este panorama, y parafraseando a Antoine de
Saint-Exupéry en Viento, arena y estrellas, una sola cosa parece cierta: el
mundo de hoy no puede ser explicado con el lenguaje del mundo de ayer.
Fuente: LA NACION. 10 de marzo de 2019
Por: Iván Petrella y Pablo
Marzocca
Pablo Marzocca es licenciado
en Filosofia de la Universidad de Buenos Aires; Iván Petrella es Ph.D. en
Religión y Derecho de la Universidad de Harvard
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