Inmersos en una cultura
hipertecnológica y milenaria a la vez, los japoneses adoran interactuar con
androides y otros seres artificiales
Julián Varsavsky. 31 de agosto de
2019
TOKIO.- Mi primer encuentro
robótico al llegar a Tokio fue en el barrio otaku de Akihabara, no por cierto
con un Transformer: era una réplica a escala natural de Leonardo da Vinci con
barba, sentado y hablándome en japonés con un pollito en una mano y un elefante
verde en la otra, ambos con sombrerito. Como viajero llegado de Occidente, el
realismo de esa "estatua de cera" mecanizada en plena calle me
resultó pasmoso. Pero Japón tiene tasa decreciente de natalidad e inmigración
limitada: lo que falta es mano de obra y nadie teme que un robot le vaya a
quitar el trabajo. Tampoco se cree que vengan a dominarlos, como el
hollywoodense Terminator que sembró terror del otro lado del mundo. Mazinger y
Astroboy son superhéroes.
El segundo humanoide lo vería
en la Robocup 2017 -campeonato mundial de fútbol de robots- en Nagoya: un bebé
no muy realista. Una promotora colocó en mis brazos a Smibi, un affective robot
diseñado para brindar compañía. Creí estar abrazando una muñeca, pero al ver
que fijaba la mirada en mí, intuí que ese cilindro achatado con ojos y sin
nariz -rasgo común con Hello Kitty- era más bien la evolución del Tamagotchi
que despertó espanto en el subconsciente occidental: nosotros tememos a los
objetos con "alma". Le pellizqué un cachete y se sonrojó, lo sacudí
fuerte y berreó, le di consuelo llevando su rostro a mi hombro y me devolvió
una risita aguda. Smibi está a la venta en Japón, no tanto como juguete sino
con fines terapéuticos para gente sola y niños o ancianos autistas. No es un
fenómeno de masas, pero se vende. Un folleto lo promociona: "Sienta la
alegría de ser necesitado; experimente la calidez de recibir una sonrisa
amorosa".
En el museo Miraikán de Tokio
conocí a la blanca y peluda foquita Paro, pionera en robótica terapéutica dando
y recibiendo afecto. El sentido común occidental dice que un objeto no podría
dar cariño como una mascota. Pero los estudios y videos sobre la interacción de
Paro con ancianos y niños autistas convencen: es indiscutible que genera
emociones y sensaciones intensas, al menos en Japón. Me acerqué a la mesa donde
Paro parecía dormir la siesta y le acaricié la cabeza: revivió, y dirigió sus
pupilas hacia mí. Sus gemiditos juguetones eran tan creíbles que robó mi
escéptico corazón. Me hubiese gustado comprar una. Pero cuesta 5000 dólares y
ya está en 10.000 hogares y geriátricos endulzándole la vida a mucha gente.
En una feria tecnológica vi la
nueva versión de la mascota Aibo de Sony, ese perrito metálico que le hace
competencia a los de carne y hueso en un país donde los departamentos son muy
pequeños y mucha gente trabaja demasiado como para poder pasearlos. En Japón
existen el doble de mascotas que niños. Entre ellas hay 12 millones de perros.
Y los perritos Sony son 100.000. Lo curioso es que algunos propietarios de un
perro cibernético entristecen cuando se les "muere". Existen
talleres-clínica para Aibos como A-Fan Co que ofrecen funerales en la
prefectura de Chiba: las personas les envían por correo a su perro para que, si
no se puede reparar, sus piezas sean trasplantadas en otro. Entonces un
sacerdote budista del templo Kofukuji -siglo XVI- ofrece una ceremonia para
centenares de Aibos que no volverán a despertar. Llegan al taller con una carta
y frases como "por favor ayuden a otros Aibos. Lágrimas cayeron por mi
rostro al decirle adiós".
En la Maker Faire de Tokio
conocí a Pepper, el primer humanoide lanzado al mercado hogareño. Es blanco y
me llega al pecho con su cabeza como una pelota de fútbol. No tiene piernas,
sino ruedas: los robots al alcance del bolsillo común son torpes para dar pasos
firmes. Y tiene una tablet en el pecho, tan fuera de lugar como una oreja en la
frente. Se han vendido 10.000 para dar información en lugares públicos. Pero su
capacidad de comprensión de lo que oye es limitada: es un busto parlante algo
interactivo, un excéntrico objeto de decoración que no sirve más que para
llamar la atención porque se mueve y habla. Un promotor de Softbank Robotics me
invitó a sentarme en un armazón metálico, colocándome lentes de realidad
virtual. A tres metros había un Pepper y noté que lo que yo veía con amplitud
de 360° no era lo que estaba frente a mí: tenía la mirada de Pepper. Miré hacia
la derecha y vi venir una niña con una pelota de tenis. Extendí el brazo, la
colocó en mi mano y la agarré. No es con la mente que uno controla a Pepper,
sino con el movimiento: un sensor copia lo que hago con mi cuerpo y se lo
transmite a "él". Me miré el brazo y vi el de Pepper. Acaricié el
hombro de la niña pero no sentí nada. Yo era como Scarlett Johansson en la
película Ghost in the Shell con el cerebro trasplantado en un robot: ella da la
orden mental y la carcasa robótica actúa. Si el enemigo le arranca un brazo,
ella no sufre: va a la clínica-taller y se lo reponen. Así habrán de ser los
futuros soldados: robots en campos de batalla como avatares de humanos
guarecidos en habitaciones. Hoy por hoy, uno ya puede meterse en la piel de un
robot y arrojar una pelota. El día de mañana será una granada.
Para avanzar accioné un pedal
y Pepper arrancó a rodar entre gente incrédula que me miraba. Finalmente tuve
una sensación real: "me miran a los ojos". Pero yo ya no era yo. Algo
así habrá de ser la inmortalidad digital profetizada en el capítulo "San
Junipero" de Black Mirror, donde los cigarrillos de esos personajes vivos
para siempre en un paraíso digital, no saben a nada.
El científico Hiroshi Ishiguro
creó un androide idéntico a sí mismo, incluso con su propio pelo. Le pregunté
si aspiraba a que el robot copiara su personalidad, y respondió con otra
pregunta: "¿dónde está el alma? Los japoneses creemos que todo tiene una.
Por eso no tenemos problema con la idea de que un robot también la tenga, de
alguna manera. No hacemos mucha distinción entre robots y humanos". En un
principio pensé que bromeaba. Pero no. Me pregunté si estaría un poco loco:
tampoco. Me lo explicó la antropóloga Jennyfer Robertson: en Japón, desde un
tiempo milenario, imperan otras lógicas. La empatía de tantos japoneses con los
robots no tiene que ver solo con una mentalidad "moderna", sino con
el hecho de que en la religión animista del sintoísmo las personas viven
rodeadas de espíritus, tanto de ancestros familiares como de kamis, energías
que habitan en una montaña, en la espada de un samurái o en un árbol. En
Occidente, cuando las almas van al infierno o al paraíso, no regresan; por el
contrario, en muchas casas de Japón hay un altar para comunicarse con
antepasados. Si una antigua muñeca en un templo puede encerrar un alma, ¿cómo
no habrían de tenerla una foca hiperrealista o un androide que además nos
miran, escuchan y hablan?
Según el filósofo Byung-Chul
Han, la barrera entre lo real y la copia virtual es más difusa en el este de
Asia: el símbolo del yin y el yang es la representación de un pensamiento donde
los opuestos -blanco y negro, original y copia- no forman contradicción sino
complemento. Por eso, en un robot late a veces una deidad: tiene algo de objeto
y de ser.
Volví al archipiélago japonés
a escribir el libro Japón desde una cápsula porque necesitaba explicarme a mí
mismo ese país, luego de una primera desconcertante aproximación. Antes,
dediqué cinco años a estudiar su desarrollo sociohistórico y bases
antropológicas. Fui vislumbrando que los japoneses no son tan raros ni tan
modernos como me parecían. Son fundamentalmente distintos, inmersos en la
lógica de una nación insular que queda al este del Este. Para colmo, estuvieron
separados del mundo por decreto imperial -nadie entraba ni salía so pena de
muerte- desde 1639 a 1858. Raro sería que Japón no hubiese devenido un planeta
aparte: uno tiene allí la sensación de alunizar. Detrás de su hipercapitalismo,
subyace una cosmovisión feudal: metafóricamente, el samurái devino en soldado
corporativo, duerme en hotel cápsula y cambió la espada por el maletín. Pero
sigue practicando el harakiri con otras técnicas para lavar su honor, ese pudor
que les viene del sintoísmo. El shogún reencarnó en CEO tecnológico y se quedó
con la geisha. Y el espíritu de los Kamis pervive en el robot. ß
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