El coronavirus está
multiplicando exponencialmente nuestra dependencia de los dispositivos y de las
grandes empresas tecnológicas (de Google a Netflix). La revolución está siendo
completada por una pandemia.
Por Jorge
Carrión. 29 de marzo de 2020
Crédito: Glenn Harvey
Crédito: Glenn Harvey
BARCELONA — Somos un
matrimonio con dos hijos pequeños y nuestra rutina durante el encierro podría
resumirse así. Después de desayunar, consultamos el Google Drive del colegio
para ver las actividades educativas que realizaremos durante el día. La sesión
de gimnasia la hacemos mirando tutoriales de YouTube. Los dibujos animados los
encontramos en Netflix o en Movistar+; las series y las películas, sobre todo
en HBO y Filmin. Mi pareja y yo nos turnamos para impartir clases a través de
Zoom. Con la familia y los amigos nos comunicamos —y nos cuidamos— gracias a
WhatsApp.
La paradoja es evidente: la
biología —y no la tecnología— está acelerando la digitalización del mundo. Un
virus que afecta a los cuerpos y que se transmite cara a cara o por la
superficie de los objetos está multiplicando exponencialmente nuestra
dependencia de los dispositivos. Un fenómeno biológico nos está hundiendo en la
virtualidad. Si al ritmo del año pasado la transición digital se hubiera
completado —digamos— en treinta o cuarenta años, es muy probable que tras la
pandemia ese plazo se reduzca drásticamente.
En La estructura de las
revoluciones científicas, el filósofo de la ciencia Thomas S. Kuhn afirmó que
las crisis son prerrequisitos de las revoluciones y distinguió entre el cambio
acumulativo y el revolucionario. Nunca antes en la historia de la humanidad
había ocurrido una pandemia de contagio tan vertiginoso. Es probable que la
acumulación exponencial de conocimiento complejo durante estos meses en los
campos de la biotecnología, la informática, la robótica, la estadística, la
ingeniería de sistemas o de datos complete en un tiempo récord la revolución
tecnológica que ya estábamos viviendo.
Cuando las emergencias
sanitaria, funeraria y psicológica terminen, en plena crisis económica,
deberemos evaluar cómo hemos modificado nuestra relación con el mundo físico y
con el virtual. Y recordar que también un virus informático podría paralizar la
realidad. Porque en un futuro más o menos próximo la inteligencia artificial
sufrirá sus propias epidemias.
Aunque no sabemos ni qué
pasará mañana, podemos proseguir con ese ejercicio de imaginación. Si la crisis
no acaba paralizando también la industria y la investigación tecnológicas, la
descomunal inyección de dinero y de macrodatos que le está proporcionando a
empresas como Google, Amazon, Facebook o Netflix va a impulsar todavía más el
desarrollo de la inteligencia algorítmica. Y es verosímil pensar que, cuando
hagamos un balance colectivo de la gestión de una epidemia que la informática
detectó antes que la Organización Mundial de la Salud, no será extraño que se
decida dar más poder de decisión a las máquinas. Mientras tanto, se habrá
incrementado exponencialmente nuestra dependencia de las interfaces.
Dos son los catalizadores de
esa inesperada y vertiginosa aceleración de nuestra dimensión digital. La
economía, por un lado, porque la cuarentena ha amenazado la subsistencia de
innumerables empresas de entretenimiento, cultura, turismo o moda, al tiempo
que ha supuesto la llegada de un enorme capital a las plataformas tecnológicas.
El fin de semana pasado, en España, el consumo de contenidos en Movistar+
creció un 47 por ciento con respecto al anterior y cada uno de ambos días los
usuarios superaron los 42 millones de horas en la plataforma. Durante la
emergencia ha crecido en este país un 80 por ciento el tráfico en internet.
En relación directa y por el
otro lado, la sociología está impulsando también la digitalización. Durante el
encierro, los niños se están acostumbrando a recibir información y conocimiento
a través de las computadoras; se está monitorizando a través del móvil la
temperatura o la geolocalización de los afectados por el virus; los abuelos
están descargando incluso las aplicaciones a las que eran reticentes; todo el
mundo se ha familiarizado con Skype, Google Hangouts o FaceTime; y hasta
millones de fanáticos del deporte —ante la suspensión mundial de los
campeonatos— se han empezado a aficionar a las competiciones de deportes
electrónicos.
Los beneficios económicos y
las nuevas costumbres convergen en la memoria emocional de cada uno de
nosotros. La facturación de las corporaciones tecnológicas no es solo
monetaria, también es sentimental. Seremos cientos de millones quienes
anclaremos para siempre nuestro recuerdo de la cuarentena en los vídeos,
películas, series, canciones, mensajes de texto, fotos o videoconferencias que
vivimos a través de media docena de gigantescas empresas de logística digital.
En estos momentos los modelos
de gestión con éxito de la epidemia son, sobre todo, Corea del Sur, Singapur,
Hong Kong y Taiwan. Comparten el uso de aplicaciones de seguimiento de los
ciudadanos que han estado en zonas de contagio o que padecen la enfermedad.
China ha comprobado durante las últimas semanas que su sistema de reconocimiento
facial no es efectivo en situaciones de uso masivo de mascarillas, de modo que
ya debe de estar perfeccionando herramientas de identificación a partir de los
ojos y la frente. Mientras tanto el mundo se prepara para implementar nuevas
estrategias de biocontrol. Cuando esta pesadilla termine, es muy plausible que
no solo se haya alejado de la esfera de nuestros hábitos y afectos la relación
con los libros en papel, con las clases presenciales, con el trabajo en la
oficina o con los espectáculos en vivo y en directo, sino que también estemos
mucho más cerca de que los gobiernos accedan a nuestras coordenadas y a nuestro
ADN, o que deleguen parte de sus decisiones en inteligencias artificiales.
¿Quién está más capacitado
para gestionar una pandemia, la OMS, la ONU y los gobiernos nacionales o un
macrosistema algorítmico? Supongo que la respuesta es, de momento, ni uno ni el
otro: un diálogo entre la política, los expertos y la supercomputadoras. Pero
está claro que estamos acelerando hacia lo que los teóricos de la inteligencia
artificial han llamado el éxtasis computacional: ese momento en que la
inteligencia algorítmica trascenderá la humanidad. El empujón, inesperado, lo
está dando el COVID-19, tal vez porque, aunque su naturaleza sea biológica, es
metafóricamente el primer virus cyborg. Se propaga con la misma facilidad por
los cuerpos que por las pantallas. Y está revolucionando las dos dimensiones
que constituyen nuestra frágil realidad.
Jorge Carrión
(@jorgecarrion21) es escritor y crítico cultural. Es autor de la trilogía de
ficción Los muertos, Los huérfanos y Los turistas. Su libro más reciente es
Contra Amazon.
1 comentario:
Excelente contenido, Manfred
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