En
un sector que crece, la presencia de mujeres es escasa en ámbitos
universitarios y laborales; el apego a los estereotipos conspira contra una
participación mayor.
Pablo
Corso. La Nación. 4 de agosto de 2019
Tracy
Chou quería hacer algo para que las cosas cambiaran. Cansada de ser la única
mujer en un ambiente de hombres, en 2013 creó un sitio web que pedía a los
gigantes informáticos difundir cuántas ingenieras de software tenían en sus
filas. Cuando abrieron los datos, esta empleada de Pinterest (un administrador
de colecciones de imágenes) confirmó sus sospechas. En Apple eran apenas el
20%; en Google, 17%; en Facebook, 15%; en Twitter, 10%. Los porcentajes bajaban
todavía más en los cargos gerenciales.
¿A
qué se debía esta gran brecha de género? Lo cierto es que las mujeres habían
escrito parte de la historia. En la primera mitad del siglo XIX, la matemática
Ada Lovelace, hija del poeta lord Byron, se convirtió en la primera persona que
programó con un algoritmo que procesarían las máquinas del futuro. Entre las
décadas del 50 y 60 del siglo pasado, la científica y contraalmirante de la
marina estadounidense Grace Murray Hopper desarrolló el primer compilador
(traductor) para un lenguaje de programación. Gracias a ella podemos actualizar
los sistemas operativos. Margaret Hamilton creó con su equipo el software de
navegación para las misiones a la Luna. Cecilia Berdichevsky (1925-2010) fue la
primera programadora argentina. Participó del desarrollo del lenguaje Autocode
y trabajó con Clementina, la computadora pionera.
En
los pasos iniciales de la actividad, las mujeres ubicaban los cables para
reprogramar las máquinas: un trabajo que exigía precisión y rapidez. Cuando los
ingenieros les asignaron la tarea de traducir el lenguaje humano al de los
ceros y unos, empezaron a tener un rol activo en la definición de lo que podía
hacer una computadora. Los hombres fabricaban el hardware y les dejaban el
software. Hasta la primera mitad de la década del 60, al menos el 30% de
quienes programaban eran mujeres. La carrera de Computador Científico de la UBA
llegó a tener un 75% de presencia femenina en los años 70.
Mientras
la industria crecía, empresas como IBM publicaban avisos a página completa
preguntando quiénes serían los cinco mil hombres capaces de dirigir la
revolución informática. Había que tener the right stuff, "lo que hace
falta", y aparentemente ellas no lo tenían. En los años siguientes, la
imagen del nerd empezó a dominar la escena. Silicon Valley se convirtió en el
lugar donde había que estar, los antisociales se volvieron populares y coparon
todas las vacantes. Esto, claro, trajo consecuencias: los primeros airbags
(diseñados para el peso y la altura de ingenieros blancos) salvaron a muchos
más hombres que mujeres; los sistemas de reconocimiento de voz no reconocían
los registros y modulaciones femeninas.
Hoy
las cosas no están mucho mejor para las mujeres en este ámbito. En la
Argentina, solo el 11% dirigen universidades nacionales u organismos de ciencia
y tecnología, según datos oficiales. En el sector público son apenas el 14% en
Ingeniería Eléctrica, Electrónica o de la Información. Un estudio de Cepal
(Comisión Económica para América Latina y el Caribe, que depende de la ONU)
asegura que, a igual tarea y responsabilidad, las profesionales de esas áreas
tienen un salario 20% menor al de los varones. Y apenas una de cada 11
programadores es mujer.
Programar
es lo que permite comunicarnos con las computadoras; lo que posibilita que haya
mail, GPS, algoritmos y passwords. Es la puerta de entrada a cualquier
industria: todas demandan ingenieros de software. La Casa Blanca proyecta para
el año que viene 1,4 millones de vacantes en un sector que representa un 6,6%
del PBI argentino. "La mayoría de los alumnos no se llegan a recibir
porque son muy demandados", revela Mariela Balbo, coordinadora del Centro
de Desarrollo Económico de la Mujer en la provincia de Buenos Aires. "A
cambio de que sigan estudiando, la Universidad de la Plata habilitó oficinas de
pasantías para las empresas en su campus".
Sesgos
marcados
Los
estereotipos de género persisten. Para el Día del Niño del año pasado,
Carrefour difundió un aviso que mostraba a los varones "con C de
campeón" y a las nenas "con C de cocinera". Hace tres años,
siete pasajeros se bajaron de un vuelo de American Airlines entre Miami y
Buenos Aires porque los pilotos eran mujeres. Dedicada al área de finanzas,
Balbo recuerda cómo, después de recibirse, descartaba las entrevistas en el
sector corporativo porque era un ambiente demasiado "masculino". Si
formaba una familia, no podría viajar. Hoy, en su trabajo con emprendedoras,
ellas organizan, ordenan y comunican proyectos de tecnología. Pero no lideran.
En
2013 la Fundación Sadosky (una institución público-privada) encargó a un equipo
de sociólogos 627 encuestas a jóvenes del conurbano. "Las representaciones
que alejan a las mujeres de la informática se hallan en buena medida ya
estabilizadas en la adolescencia", concluyó el estudio. Los imaginarios
habían fijado que "los programadores son concebidos como inteligentes,
trabajan mucho, son jóvenes, en su mayoría varones, de tez blanca, usualmente
con anteojos, no especialmente buenos para las conquistas amorosas".
Cuando les preguntaban qué querían estudiar, las mujeres incluían a la
informática en el anteúltimo lugar. Los varones, en el primero. Algunas
habilidades asociadas a la producción de software, planteaba el informe en un
pasaje llamativo, tienden a estar más entre los varones: armar y desarmar
objetos, aprender autónomamente, hacer tareas de matemática y lógica.
Perspectiva
desafiante
El
documental Code: descifrando la brecha de género retoma el asunto desde el
siempre a mano recurso de la neurociencia, aunque con una perspectiva
desafiante. Si hay un grupo de personas (por ejemplo, los hombres) que son
mejores programando que otras (por ejemplo, las mujeres), la diferencia tiene
que venir del cerebro. Pero el cerebro se nutre de las experiencias, y las
experiencias son desparejas. Si las niñas fueran expuestas a juegos de
programación tanto como los niños, la diferencia empezaría a desaparecer.
"Cuando
era chica, no había juguetes de muñecas bomberos o mecánicas", recuerda
Natalia Requejo, que hace dos años se convirtió en la primera ingeniera
electrónica egresada de la Universidad Nacional de San Martín. "Los
hombres hacían el trabajo duro, trabajaban con cables e inventaban cosas. Las
mujeres eran cuidadoras de hijos, médicas, enfermeras, biólogas". Aunque
siempre le había gustado la electrónica, en algún lugar creía que ella tampoco
tenía lo que hacía falta. Compartió los años iniciales de la carrera con varias
mujeres, pero a medida que avanzaba volvió a ser minoría absoluta: en algunas
materias, era la única. Siempre la trataron con respeto y llegó a creer en la
igualdad de oportunidades? hasta quedar embarazada. "Cuando sos hombre
-plantea-, no se espera que te quedes a cuidar a los hijos, limpies la casa,
hagas la cena y vayas de compras".
Después
de un año y medio sin cursar, retomó haciendo malabares. "Quería estar
presente en la vida de mi hijo y también desarrollarme profesionalmente",
explica. Cuando le preguntan por qué la participación femenina sigue siendo
marginal en el sector, recuerda que las ingenierías suelen concebirse como
trayectos pesados y complejos, con referentes invisibilizadas. Por eso reclama
un cambio de concepción sobre las carreras "para hombres" o
"para mujeres", además de "educar a las empresas para que el
reconocimiento jerárquico y salarial se defina en base a los conocimientos y
habilidades concretas y no al género. Ese es el mejor incentivo".
La
ONG Chicas en Tecnología y el Banco Interamericano de Desarrollo presentaron en
abril una investigación que actualiza el panorama. Solo el 16% de las 102.000
inscripciones en carreras relacionadas con programación corresponden a mujeres.
Ellas, sin embargo, tienen mejores tasas de egreso. "Uno de los mecanismos
de supervivencia es, justamente, la negación del sesgo de género. El nivel de
autoexigencia es tan alto que logran recibirse con muy buenos promedios",
explica Melina Masnatta, directora ejecutiva de la organización. "Tenés
que demostrarle a todos que podés y que sos la mejor".
La
dinámica se vuelve más compleja en los trabajos, donde el sesgo se intensifica:
ambientes masculinizados, diferencias en la valoración de las capacidades,
prácticas rígidas que impiden el equilibrio entre la vida personal y
profesional. Algunos testimonios son reveladores: por ejemplo, una entrevista
de trabajo donde el gerente de Desarrollo Humano hacía todo lo posible para que
la candidata declinara participar en un entorno lleno de hombres, metegoles como
única opción de esparcimiento y baños sin limpieza porque "no son tan
concurridos".
Diseño
de apps
Para
cambiar el escenario, la organización trabaja con alumnas de secundario en el
diseño de apps que resuelvan problemas de su entorno: desde la alimentación
hasta las adicciones, pasando por la comunicación con hipoacúsicos. Las alumnas
participan de charlas con especialistas que las ayudan a desarrollar sus ideas.
Con el apoyo de empresas, ONG, organismos de gobierno e internacionales, el
proceso puede derivar en becas y capacitaciones. "Ellas nos dicen: «Ahora,
cuando abro una aplicación, me doy cuenta de que hay gente que nos está
haciendo ver y consumir el mundo de determinada manera»", celebra
Masnatta. "Si no entendemos quién está detrás de un código, nos vamos a
perder decisiones importantes como ciudadanos".
"Para
que la revolución digital sea verdaderamente grande y transforme el mundo,
tiene que ser inclusiva", avisa el escritor Walter Isaacson en Code.
"Necesitamos más heroínas modernas, chicas que puedan valerse por sí
mismas en el mundo de los hackatones" (encuentros de programadores que
desarrollan software colaborativo). Algo de ese futuro se vislumbra en el
testimonio que una joven participante negra ofrece en el documental: "En
vez de comprar un juego, puedo hacerlo yo misma. En vez de consumir, puedo producir".
Sus palabras suenan justas y revolucionarias.
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