Fernando Iglesias
Corría el año 1981. El plan económico de Videla
acababa de saltar por el aire junto a la tablita de Martínez de Hoz, y junto
con él, la Plata Dulce y el amplio apoyo de la clase media que la Dictadura
había gozado hasta entonces. Un grupo de estudiantes terciarios (yo, de
educación física; el resto, de diferentes universidades) comenzamos a reunirnos
para intentar aportar algo al incipiente movimiento por la vuelta de la
democracia que comenzaba a tomar vuelo en esos días. De formación
mayoritariamente marxista, nuestro pequeño grupo discutió que además de las
actividades que pudiéramos desarrollar (en especial: la colaboración con los
organismos de derechos humanos) incluiríamos la lectura de textos para mejorar
nuestra formación política. Para la siguiente reunión, cada uno debía presentar
su propuesta para el primer libro de lectura comentada y colectiva.
Único estudiante de un profesorado, aceptado con
displicente indulgencia por mis amigos universitarios, recibido sarcásticamente
al grito de "¡Aquí llega nuestro representante del frente
deportivo!", tuve además el tupé de aparecerme en la siguiente reunión con
un ejemplar del libro que estaba leyendo por entonces: La tercera ola (1980),
de Alvin Toffler. Mi memoria ha olvidado sabiamente los calificativos
que recibí durante los tres minutos que les llevó descartar mi excéntrica
propuesta. Recuerdo, sin embargo, el argumento central de aquel rechazo: no
estábamos ahí para discutir textos de ciencia ficción elaborados por el enemigo
imperialista. Faltaba más. De manera que se pasó rápidamente a considerar
material de adecuada raigambre revolucionaria entre el cual, después de horas
de tensa discusión, surgió un ganador a la altura de guiar nuestros actos en la
convulsionada Argentina de esos días: El Estado y la revolución, clarificador y sustantivo texto
escrito por el camarada Vladimir Lenin en el año del Señor
1917.
Traigo a la memoria este recuerdo no por rencor,
sino porque me parece significativo para describir uno de los males que
aqueja a la izquierda hoy en el mundo. No solo el dogmatismo de recurrir a
autores sacros que escribieron sus textos en un contexto radicalmente superado,
no solo su delirante y suicida sed por los acontecimientos históricos
excepcionales, no solo su desprecio por la Modernidad y por su encarnación
nacional más visible: los Estados Unidos de América, sino su
insuperable tendencia a quedarse atascada en los valores nacionales e
industriales -y en las organizaciones políticas y sindicales nacionales- que en
el pasado fueron fuente de su poder y legitimidad, y su desprecio por los
productos de la revolución tecnológica y por el futuro. Se lo perdieron, a
Toffler. Si en vez de aquella bazofia leninista mis amigos -predecesores de la
izquierda reaccionaria que campea por el mundo en estos días- hubieran
leído La tercera ola hubieran
recuperado dos valores centrales que la izquierda, una fuerza democratizante y
progresista durante todo el siglo XIX, perdió por el camino en el siglo XX: la
focalización en el desarrollo tecnológico y sus consecuencias sociales, y la
orientación al futuro. Leyendo a Toffler, además, se hubieran reencontrado con
el mejor Marx; que no fue nunca economicista sino más bien tecnologicista; que
elogió como nadie el rol progresista de la burguesía y de los países avanzados,
comprendió como nadie la globalización y repudió el nacionalismo y el
socialismo feudalizante en toda la primera y majestuosa parte del Manifiesto Comunista; y que escribió
la primera y mejor crítica al populismo nacionalista que se haya escrito: El 18 brumario de Luis Bonaparte.
Toffler terminó enredado en las internas del
Partido Republicano, pero cualquiera que repase hoy su obra encontrará las
claves del presente descriptas con décadas de anticipación. Con impresionante
regularidad, cada década del fin de siglo anterior nos dejaba un compendio
toffleriano de los asuntos que serían parte de la discusión política del
futuro. En El shock del futuro (1970)
describió con asombrosa precisión la aceleración del cambio tecnológico y su impacto
histórico sobre la personalidad, el trabajo y los modos de vida. En La tercera ola puede encontrarse
un completo resumen del pasaje de una sociedad centrada en la industria y las
naciones a otra post-industrial en lo económico y post-nacional en lo político.
Y El cambio de poder (1990)
anticipó el advenimiento de una era en la que el conocimiento se transformaría
en la más formidable fuente de riqueza y poder tanto para los individuos y las
empresas como para las naciones y las organizaciones sociales. Esta
impresionante trilogía, acogida con interés por managers y políticos de todo el
mundo y con desprecio por los intelectuales y académicos de siempre, sufrió el
habitual desgaste de todas las obras que anticipan el futuro: los mismos que en
el momento de su aparición las había criticado por utópicas y carentes de
realismo las descartaron luego por obvias e intrascendentes.
Una sociedad sometida al cambio acelerado en el que
una tercera ola tecnológica basada en la información se sobrepone y engloba a la
primera ola agrícola y a la segunda ola industrial para crear una nueva
sociedad globalizada en la cual el conocimiento desempeña el rol central, tanto
en la creación de riqueza y la generación de sentido como en la generación y
gestión del poder. La de Toffler fue una visión certera y poderosa que
tanto managers como líderes políticos tomaron en debida consideración, mientras
simultáneamente suscitaba el desprecio de intelectuales y académicos. El
esfuerzo generalista de Toffler de integrar las visiones de diferentes campos
en pocas y simples teorías explicativas (la aceleración del cambio, la
obsolescencia del nacionalismo y el industrialismo, el surgimiento de una
sociedad globalizada basada en el conocimiento) fue rechazado por la que era su
principal virtud: su simplicidad. Quien mejor lo ha dicho, a mi juicio, ha sido
alguien insospechable de desprecio por el rigor: el Premio Nobel de Física
Murray Gell-Mann: "Necesitamos
un grupo de científicos que afronte la necesidad de considerar los sistemas que
componen el mundo como totalidad, adoptando un punto de vista serio y
profesional, pero a la vez rústico. Debe ser rústico porque nadie puede dominar
todas y cada una de sus partes ni mucho menos las infinitas conexiones entre
ellas. En cambio, en nuestra sociedad, empezando por las universidades y las
burocracias, todo el prestigio es para aquellos que estudian un aspecto
estrecho y parcial de un problema, de una profesión o de una cultura, mientras
que la discusión sobre el contexto general global queda relegada a charlas
informales en cocktails y cafeterías. Esto es un disparate. Lo que discutimos
en cocktails y cafeterías es la parte crucial de la historia de la
humanidad".
Otro que ha escrito mucho y bien sobre este tema,
el del reemplazo de la concepción "profunda" del conocimiento como
minería -que nos lleva a ser especialistas en el propio pozo sin ninguna
posibilidad de comunicación con los especialistas de los pozos contiguos- por
otra concepción, la del conocimiento como surfing veloz y conexión de puntos (Jobs dixit), es
Alessandro Baricco, en su genial y provocadora obra Los bárbaros. Escribo en nombre de
esta tradición ensayística, y no académica, generalista, y no especialística,
multidimensional, y no recortada, tan bien expresada en Argentina por Juan José
Sebreli, no solo porque me identifico con ella sino porque me permite
adentrarme en la segunda parte de esta nota: el debate político del siglo XXI
entre los apocalípticos y los integrados, bien representados por otros dos
autores perfectamente reconocibles en la tradición de Toffler: Yuval Harari y
Ray Kurzweil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario