Antonio
Vázquez Brust. 21 de julio de 2019
Este
texto es parte del libro Ideas para la Argentina del 2030 , que reúne
propuestas de 50 jóvenes sobre democracia, historia y memoria, derechos
digitales e inteligencia artificial, entre otros temas; fue presentado el
miércoles en el CCK, dentro de una iniciativa de la Jefatura de Gabinete de
Ministros de la Nación.
La
ciudad es el principal hábitat humano y, de continuar la actual tendencia de
urbanización global, pronto habrá muy pocos seres humanos viviendo fuera de
ella. Así, el problema de gestionar la ciudad y resolver sus problemas se
parece cada vez más al problema de gestionar y resolver los problemas de la
humanidad. Ante tamaño desafío, la llegada de la "Ciudad Inteligente"
ha sido anticipada, debatida y celebrada en abundancia, al punto de empujar la
idea hacia el corral de los clichés. En el proceso, nos hemos concentrado en
debatir las variables tecnológicas, los productos y servicios que podríamos
poner en práctica. Hemos discutido, y estamos discutiendo, cuáles son las
mejores herramientas para convertir el flujo y análisis de información en
tiempo real en una herramienta de gobernanza en todos sus niveles, desde la
planificación a largo plazo hasta la gestión cotidiana de recursos. Pero el
foco debería estar, ante todo, en aspectos no técnicos: las implicaciones
éticas, sociales, e incluso ideológicas de la transformación. La tecnología
nunca es neutral; los datos no dicen nada por sí mismos. Siempre hay personas
detrás de los algoritmos. Las que los diseñan, las que los implementan, y a
veces las que los sufren.
Hemos
sembrado nuestras ciudades de sensores, algunos fijos como los que forman parte
de la nueva infraestructura urbana, y otros en constante movimiento como los
dispositivos móviles que todos llevamos encima, dotados de acelerómetros, GPS,
micrófonos y cámaras. La ciudad, junto a calor, luz y ruido, emite una
cuantiosa cantidad de información. Es difícil imaginar que vamos a dejar pasar
la oportunidad de capturar y analizar estos datos en explosión, en pos de
alcanzar los fines que persigue una ciudad: mejorar el tránsito, optimizar la
producción y consumo de energía, impulsar la economía. Los gobiernos intentan
adaptarse adquiriendo recursos humanos y técnicos especializados. Pero pujan en
inferioridad de condiciones frente las empresas de la economía digital, que han
entendido mucho antes el valor de la información, sobre todo la personal, como
un recurso natural que puede ser extraído, acopiado y vendido en medio de un
vacío regulatorio.
Así,
la información producida por ciudadanos, compañías y gobiernos está
transformándose en una nueva clase de moneda -con valor de mercado- a la vez
que en materia prima para el modelado digital del funcionamiento de nuestras
ciudades y sociedades. En este contexto, necesitamos entender a la big data
como una producción social, y en consecuencia ponernos de acuerdo sobre el
conjunto de reglas en el que queremos enmarcar su explotación.
En
un país como la Argentina, del lado del mundo que "compra hecha" la
tecnología que se produce fuera, nuestra capacidad para fijar reglas es
reducida. Pero no ínfima. Podemos prestar atención al ejemplo de la Unión
Europea, que en 2018 hizo ley un conjunto de regulaciones que protege los datos
y la privacidad de todos los ciudadanos en los países que componen el bloque.
De aquí en más las alianzas no serán una opción, sino una necesidad. Entre
áreas metropolitanas, entre naciones, o a la escala que logre la masa crítica
necesaria para que las reglas sean aceptadas hasta por los actores con más
poder. Entre estos últimos no solo se cuentan las grandes corporaciones; los
gobiernos también deberán resignar poder de vigilancia al transparentar sus
prácticas de tratamiento de datos personales.
El
desafío es considerable. Deberemos proteger derechos cuya naturaleza muta ante
nuestros ojos, como el de privacidad; reducir profundas asimetrías de poder
entre individuos y organizaciones en lo que respecta al acceso a la
información; e incluso redefinir el mismísimo concepto de ciudadanía.
Poner
al día la noción de ciudadanía implica ampliar los derechos y obligaciones,
para incluir los que el siglo XXI requiere. La tarea por delante, en la que ya
estamos atrasados, es definir los derechos que acompañen las nuevas capacidades
que ya nos han provisto con celeridad las tecnologías digitales. En esta
categoría cabe el derecho a saber en forma actualizada quién tiene acceso a
nuestros datos y para qué los usa. También el de definir ámbitos (momentos y
lugares) impenetrables a los sistemas de captura de datos personales. Y el
derecho a acceder a la infraestructura digital, que hoy en día se entiende como
derecho a la conectividad, al acceso a Internet, pero que podría expandirse en
el futuro para incluir el derecho al acceso a sistemas de almacenamiento y
procesamiento de datos.
En
lo que respecta a la gestión pública, queda un frente más al que estar atentos.
La capacidad para analizar datos a gran escala, cruzados entre múltiples
fuentes, continuará madurando. Esto permitirá realizar ajustes regulatorios en
forma continua. Por ejemplo, se podría cambiar la cantidad de vehículos que
pueden ingresar a un área de acuerdo al nivel de polución de cada momento, o
interrumpir de modo automático el acceso a subsidios mediante el monitoreo de
perfiles de cada solicitante, actualizados en tiempo real. La así llamada
regulación algorítmica tendrá que venir acompañada por el derecho a acceder a
la lógica interna -a las reglas y algoritmos- de los procesos automatizados de
gestión.
Todas
las facultades mencionadas serán parte necesaria del derecho a la ciudad, el
derecho a habitarla y participar de su gestión, de hacerla y rehacerla a la vez
que nos reinventamos a nosotros mismos. La tecnología digital continuará
ganando importancia como parte de nuestra vida cotidiana. Su potencial es tan
grande que ni siquiera podemos imaginar cuáles son sus límites. Por eso es
importante tomar un rol activo, vigilando su posible abuso a la vez que
continuamos imaginando formas de ponerla a trabajar. En palabras del incansable
utopista Buckminster Fuller, "estamos llamados a ser los arquitectos del
futuro, no sus víctimas". Así sea.
Licenciado
en Ciencias de la Computación, especialista en planificación urbana y magíster
en Urban Informatics
Por:
Antonio Vázquez Brust
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